Yo, Olga Orozco, desde tu corazón digo a todos que muero.
Amé la soledad, la heroica perduración de toda fe,
el ocio donde crecen animales extraños y plantas fabulosas,
la sombra de un gran tiempo que pasó entre misterios y entre
alucinaciones,
y también el pequeño temblor de las bujías en el anochecer.
Mi historia está en mis manos y en las manos con que otros
las tatuaron.
De mi estadía quedan las magias y los ritos,
Unas fechas gastadas por el soplo de un despiadado amor,
La humareda distante de la casa donde nunca estuvimos,
Y unos gestos dispersos entre los gestos de otros que no me
conocieron.
Lo demás aún se cumple en el olvido,
Aún labra la desdicha en el rostro de aquella que se buscaba
en mí
igual que en un espejo de sonrientes praderas,
y a la que tú verás extrañamente ajena:
mi propia aparecida condenada a mi forma de este mundo.
Ella hubiera querido guardarme en el desdén o en el orgullo,
en un último instante fulmíneo como un rayo,
no en el tumulto incierto donde alzo todavía la voz ronca y
llorada
entre los remolinos de tu corazón.
No. Esta muerte no tiene descanso ni grandeza.
No puedo estar mirándola por primera vez durante tanto
tiempo.
Pero debo seguir muriendo hasta tu muerte
porque soy tu testigo ante una ley más honda y más oscura
que los cambiantes sueños, allá, donde escribimos la
sentencia:
"Ellos han muerto ya.
Se habían elegido por castigo y perdón, por cielo y por
infierno.
Son ahora una mancha de humedad en las paredes del primer
aposento".
En el final era el verbo.
Como si fueran sombras de sombras que se alejan las
palabras,
humaredas errantes exhaladas por la boca del viento,
así se me dispersan, se me pierden de vista contra las
puertas del silencio.
Son menos que las últimas borras de un color, que un suspiro
en la hierba;
fantasmas que ni siquiera se asemejan al reflejo que fueron.
Entonces ¿no habrá nada que se mantenga en su lugar,
nada que se confunda con su nombre desde la piel hasta los huesos?
Y yo que me cobijaba en las palabras como en los pliegues de
la revelación
o que fundaba mundos de visiones sin fondo
para sustituir los jardines del edén sobre las piedras del
vocablo.
¿Y no he intentado acaso pronunciar hacia atrás todos los
alfabetos de la muerte?
¿No era ese tu triunfo en las tinieblas, poesía?
Cada palabra a imagen de otra luz, a semejanza de otro
abismo,
cada una con su cortejo de constelaciones, con su nido de
víboras,
pero dispuesta a tejer ya destejer desde su propio costado
el universo
y a prescindir de mí hasta el último nudo.
Extensiones sin límites plegadas bajo el signo de un ala,
urdimbres como andrajos para dejar pasar el soplo alucinante
de los dioses,
reversos donde el misterio se desnuda,
donde arroja uno a uno los sucesivos velos, los sucesivos
nombres,
sin alcanzar jamás el corazón cerrado de la rosa.
Yo velaba incrustada en el ardiente hielo, en la hoguera
escarchada,
traduciendo relámpagos, desenhebrando dinastías de voces,
bajo un código tan indescifrable como el de las estrellas o
el de las hormigas.
Miraba las palabras al trasluz.
Veía desfilar sus oscuras progenies hasta el final del
verbo.
Quería descubrir a Dios por transparencia.
Para este día.
Reconozco esta hora.
Es esa que solía llegar enmascarada entre los pliegues de
otras horas;
la que de pronto comenzaba a surgir como un oscuro arcángel
detrás de la neblina
haciendo retroceder mis bosques encantados,
mis rituales de amor, mi fiesta en la indolencia,
con sólo trazar un signo en el silencio,
con sólo cortar el aire con su mano.
Esa, la de mirada como un vuelo de cuervo y pasos
fantasmales,
que venía de lejos con su manto de viaje y las mejillas
escarchadas,
y se iba bajando la cabeza, de nuevo hasta tan lejos
que yo buscaba en vano la huella del carruaje en el pasado.
Hora desencarnada,
color de amnesia como dibujada en el vacío del azogue,
igual que una traslúcida figura enviada desde un retablo del
olvido.
¿Y era su propio heraldo,
el fondo que se asoma hasta la superficie de la copa,
la anunciación de dar a luz las sombras?
No supe descifrar su profecía,
ese susurro de aguas estancadas que destilan a veces los
crepúsculos,
ni logré comprender el torbellino de plumas grises con que
me aspiraba
desde un claro de ayer hasta un vago anfiteatro iluminado
por lluvias y por lunas,
allá, entre los ventisqueros del irreconocible porvenir;
aquí, donde ahora se instala, maciza como el demonio del
advenimiento,
en su sitial de honor en medio de la asamblea de otras
horas, pálidas, transparentes,
y me dice que mis bosques son luces extinguidas y aves
embalsamadas,
que mi amor era erróneo, como un espejo que se contempla en
otro espejo,
que mi fiesta es un cielo replegado en el sudario de mis
muertos.
Y se queda esta vez, sin bajar la cabeza.
Olga Orozco nace hace cien años en Toay, a unos diez
kilómetros de Santa Rosa, provincia de La Pampa cuando todavía era Gobernación.
Su nombre completo fue Olga Nilda
Gugliotta Orozco. Era la hija menor del siciliano Carmelo Gugliotta y la
argentina Cecilia Orozco. Eligió identificarse con el apellido de su madre
Orozco.
Poetisa argentina nacida un 17 de marzo de 1920 hace unos 100 años.
Su infancia transcurrió en Ciudad de Bahía Blanca hasta los dieciséis
años, cuando se trasladó con sus padres a Buenos Aires donde inició su carrera
literaria.
Desde temprano, Olga Orozco se interesó por la poesía y estudió
literatura en la Universidad de Buenos Aires. Fue maestra, periodista y,
además, autora de los horóscopos en la revista Claudia y en el diario Clarín
(1968 y 1974). Firmaba con el seudónimo “Canopus” el horóscopo dominical en el
diario Clarín.
Desde sus primeros pasos como poeta, se vinculó con Oliverio
Girondo y Norah Lange, y fue la única mujer que participó en el grupo de poetas
que se aglutinaron en torno a la revista “Canto”.
Decía acerca de la poesía: “La poesía acompaña a la gente,
les ayuda a compartir sus extrañamientos, a sentir que no están solos para
mirar el fondo de los abismos que se nos presentan a cada rato y los acompaña
en sus interrogantes, en sus inquietudes extremas, en el enigma que todos llevamos
con nosotros por el sólo hecho de estar vivos y no saber quiénes somos. Además
la poesía ayuda a no dormirse del lado más cómodo”.
Recibió el Primer Premio Municipal de Poesía (1963), el Gran
Premio del Fondo Nacional de las Artes (1980), el Premio Nacional de Poesía
(1988) y el Premio Juan Rulfo (1998), entre otros.
En los Últimos poemas (2009), el libro que había dejado
listo poco antes de morir, en 1999.
Su obra ha sido traducida a varios idiomas.
Olga Orozco fallece, a los 79 años, el 15 de agosto de 1999.
OBRAS.
Desde lejos (1946), Las muertes (1952), Los juegos peligrosos (1962), La oscuridad es otro sol (1967), Museo salvaje (1974), Veintinueve poemas (1975), Cantos a Berenice (1977), Mutaciones de la realidad (1979), La noche a la deriva (1984), Páginas de Olga Orozco (1984) (antología con prólogo de
Cristina Piña), En el revés del cielo (1987), Con esta boca en este mundo (1994), También la luz es un abismo (1995), Relámpagos de lo invisible (1998) (Antología), Eclipses y fulgores (1998) (Antología), Últimos poemas (2009), El jardín posible (2009) (antología con prólogo de Marisa
Negri), Poesía completa (2012) (Adriana Hidalgo Editora), Yo Claudia (antología de su obra periodística a cargo de
Marisa Negri) (2012) (Ediciones en Danza), Cantos a Berenice, ilustrado por Martino (2015) (Ediciones
en Danza). Fuente de información: Wikipedia.
Desde 1994 funciona en Toay (provincia de La Pampa) la Casa Museo Olga Orozco, en la
que se realizan actividades culturales en torno a la obra de la poeta y en la
que se puede consultar su biblioteca.
Foto: Diario "Clarín". |
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