El sábado 25 de marzo a las 21:30hs, la OORS (Orquesta Ocasional de Rock Sinfónico) se presentó en el Teatro del Círculo Italiano de Villa Regina a beneficio de Bomberos Voluntarios.
La OORS fusiona sonidos de una banda de rock con los de una poderosa orquesta sinfónica y un numeroso coro, pocas veces visto en la región. El repertorio incluye clásicos del rock nacional e internacional de bandas como Queen, The Who, The Beatles, Pink Floyd, Aerosmith, Serú Girán y Cerati.
Años atrás existía un poderoso rey muy sabio que deseaba
redactar un conjunto de leyes para sus súbditos. Convocó a mil sabios
pertenecientes a mil tribus diferentes y los hizo venir a su castillo para
redactar las leyes. Y ellos cumplieron con su trabajo.
Pero cuando las mil leyes escritas sobre pergamino fueron
entregadas al rey, y luego de éste haberlas leído, su alma lloró amargamente,
pues ignoraba que hubiera mil formas de crimen en su reino.
Entonces llamó al escriba, y con una sonrisa en los labios,
él mismo dictó sus leyes. Y éstas no fueron más que siete.
Y los mil hombres sabios se retiraron enojados y regresaron
a sus tribus con las leyes -que habían redactado. Y cada tribu obedeció las
leyes de sus hombres sabios.
Por ello es que poseen mil leyes aún en nuestros días. Es un
gran país, pero tiene mil cárceles y las prisiones están llenas de mujeres y
hombres, infractores de mil leyes. Es realmente un gran país, pero ese pueblo
desciende de mil legisladores y de un solo rey sabio.
En este mes he comprado una República. Capricho costoso que no tendrá continuaciones. Era un deseo que tenía desde hace mucho tiempo y del que he querido librarme. Me imaginaba que eso de ser el amo de un país daba más gusto.
La ocasión era buena y el negocio quedó concluido en pocos días. Al presidente le llegaba el agua hasta el cuello: su ministerio, compuesto por paniaguados1 suyos, estaba en peligro. Las arcas de la República estaban vacías; imponer nuevos impuestos hubiera sido la señal para el derrocamiento de todo el clan que asumía el poder, tal vez de una revolución. Ya había un general que armaba bandas de rebeldes y prometía cargos y empleos al primero que llegaba.
Un agente norteamericano que estaba allí me advirtió. El ministro de Hacienda corrió a Nueva York: en cuatro días nos pusimos de acuerdo. Anticipé algunos millones de dólares a la República y además asigné al presidente, a todos los ministros y a sus secretarios unos estipendios dobles que los que recibían del Estado. Me han dado en prenda -sin que lo sepa el pueblo- las aduanas y los monopolios. Además, el presidente y los ministros han firmado un convenio secreto que, prácticamente, me da el control sobre toda la vida de la República. Aunque yo parezca, cuando voy allí, un simple huésped de paso, soy, en realidad, el amo casi absoluto del país. En estos días he tenido que dar una nueva subvención, bastante fuerte, para la renovación del material del ejército y me he asegurado, a cambio de ello, nuevos privilegios.
El espectáculo, para mí, es bastante divertido. Las cámaras continúan legislando, en apariencia libremente; los ciudadanos siguen imaginándose que la República es autónoma e independiente y que de su voluntad depende el curso de los acontecimientos. No saben que todo lo que ellos creen poseer -vida, bienes, derechos civiles- penden, en última instancia, de un extranjero desconocido para ellos, es decir, de mí.
Mañana puedo ordenar la clausura del Parlamento, una reforma de la Constitución, el aumento de las tarifas de aduanas, la expulsión de los inmigrantes. Podría, si quisiese, revelar los acuerdos secretos de la camarilla ahora dominante y derribar con ello al Gobierno, desde el presidente hasta el último secretario. No me sería imposible empujar al país que tengo en mis manos a declarar la guerra a una de las repúblicas limítrofes.
Este poder oculto, pero ilimitado, me ha hecho pasar algunas horas agradables. Sufrir todas las molestias y servidumbre de la comedia política es una fatiga tremenda; pero ser el titiritero que, tras el telón, puede solazarse tirando de los hilos de los fantoches obedientes a sus movimientos es un oficio voluptuoso. Mi desprecio por los hombres encuentra aquí un sabroso alimento y miles de confirmaciones.
Yo no soy más que el rey de incógnito de una pequeña República en desorden, pero la facilidad con que he conseguido adueñármela y el evidente interés de todos los enterados en conservar el secreto, me hace pensar que otras naciones, y bastante más grandes e importantes que mi República, viven, sin darse cuenta, bajo una análoga dependencia de misteriosos soberanos extranjeros. Siendo necesario mucho más dinero para su adquisición, se tratará, en vez de un solo dueño, como en mi caso, de un trust, de un sindicato de negocios, de un grupo restringido de capitalistas o de banqueros.
Pero tengo fundadas sospechas de que otros países son efectivamente gobernados por pequeños comités de reyes invisibles, conocidos solamente por sus hombres de confianza, que continúan representando con naturalidad el papel de jefes legítimos.
Vivía en El Toboso una moza llamada Aldonza Lorenzo, hija de
Lorenzo Corchuelo y de Francisca Nogales. Como hubiese leído novelas de
caballería, porque era muy alfabeta, acabó perdiendo la razón. Se hacía llamar
Dulcinea del Toboso, mandaba que en su presencia las gentes se arrodillasen y
le besaran la mano, se creía joven y hermosa pero tenía treinta años y pozos de
viruelas en la cara. Se inventó un galán a quien dio el nombre de don Quijote
de la Mancha. Decía que don Quijote había partido hacia lejanos reinos en busca
de lances y aventuras, al modo de Amadís de Gaula y de Tirante el Blanco, para
hacer méritos antes de casarse con ella. Se pasaba todo el día asomada a la
ventana aguardando el regreso de su enamorado. Un hidalgo de los alrededores,
un tal Alonso Quijano, que a pesar de las viruelas estaba prendado de Aldonza,
ideó hacerse pasar por don Quijote. Vistió una vieja armadura, montó en su
rocín y salió a los caminos a repetir las hazañas del imaginario don Quijote.
Cuando, confiando en su ardid, fue al Toboso y se presentó delante de Dulcinea,
Aldonza Lorenzo había muerto.
Teresa Panza, la mujer de Sancho Panza, estaba convencida de
que su marido era un botarate porque abandonaba hogar y familia para correr
locas aventuras en compañía de otro aún más chiflado que él. Pero cuando a
Sancho lo hicieron (en broma, según después se supo) gobernador de Barataria,
Teresa Panza infló el buche y exclamó: ¡Honor al mérito!
Coro Alza ¡oh, Patria!, tu frente abatida, De esperanza la aurora lució; Tu adalid valeroso ha jurado Restaurarte a tu antiguo esplendor.
De discordia la llama espantosa
Al país amenaza abrasar,
Y al audaz demagogo se mira
La orgullosa cerviz levantar.
¿No los véis, como ledos conspiran?
¿Cual aguzan su oculto puñal?
¿Cual meditan la ruina y escarnio
Del intrépido y buen federal?
Coro Alza ¡oh, Patria!, tu frente abatida, De esperanza la aurora lució; Tu adalid valeroso ha jurado Restaurarte a tu antiguo esplendor.
Esa hora de infames ¿qué quiere?
Sangre y luto pretende: ¡qué horror!
Empañar nuestras nobles hazañas
Y cubrirnos de eterno baldón.
¡Ah, coberdes!, temblad, es en vano
Agotéis vuestra saña y rencor,
Que el gran Rosas preside a su pueblo,
Y el destino obedece a su voz.
Coro Alza ¡oh, Patria!, tu frente abatida, De esperanza la aurora lució; Tu adalid valeroso ha jurado Restaurarte a tu antiguo esplendor.
¡Asesinos de Ortiz y Quiroga!
De los hombres vergüenza y borrón,
A la tumba bajad presurosos
De los libres temed el furor.
Esos mismos que en Márquez vencieron,
En San Luis, Tucumán y Chacón,
Con la sangre traidora han jurado
De venganza incribir el padrón.
Coro Alza ¡oh, Patria!, tu frente abatida, De esperanza la aurora lució; Tu adalid valeroso ha jurado Restaurarte a tu antiguo esplendor.
Del poder la Gran Suma revistes,
A la patria tú debes salvar;
¡Que a tu vida respire el honrrado
Y al perverso se mire temblar!
La ignorancia persigue inflexible,
Al talento procura animar
¡Y ojalá que tu nombre en la historia Una página ocupe inmortal!
Juan Manuel de Rosas nacido el 30 de marzo de 1793 en Buenos
Aires, Virreinato del Río de la Plata (hoy la República Argentina). Tradicionalismo
y catolicidad marcaron desde la cuna la existencia de Rosas, acostumbrado a
vivir alternativamente en el campo y la ciudad, domador de potros chúcaros.
El 12 de agosto de 1806 estuvo Juan Manuel entre "los
voluntarios que formaron el ejército que reconquistó Buenos Aires", según
le recordara a su yerno Máximo Terrero en 1861.
Fue un estanciero, militar y político argentino. Cambió y
simplificó el nombre de Juan Manuel José Domingo Ortiz de Rozas (este linaje
tiene origen, en el pueblo de Rozas, Valle de Soba, Cantabria, España) por el
de Juan Manuel de Rosas.
Fue administrador de los campos de sus primos Anchorena, y
fundó un saladero en sociedad con Luis Dorrego, hermano del coronel Manuel
Dorrego donde la carne salada y los cueros eran casi la única exportación de la
Confederación Argentina.
En 1820, se casó con Encarnación de Ezcurra y Arguibel.
Entre 1821 y 1824 compró varios campos más, especialmente la
estancia que había sido del virrey Joaquín del Pino y Rozas (conocida como
Estancia del Pino, en el partido de La Matanza), a la que llamó San Martín en
honor del general José de San Martín. También aprovechó la ley de enfiteusis
promovida por el ministro Bernardino Rivadavia para aumentar sus campos.
Escribió sus conocidas "Instrucciones a los mayordomos
de estancias", en la que detallaba con precisión las responsabilidades de
cada uno de los administradores, capataces y peones de las estancias.
Rosas gozaba de un gran predicamento entre sectores
populares de Buenos Aires.
En 1829, tras derrotar al general Juan Lavalle, accedió al
gobierno de la provincia de Buenos Aires. Logró constituirse en el principal
dirigente de la denominada Confederación Argentina.
Pactó con los Pampas y se enfrentó con los ranqueles y la
Confederación liderada por Juan Manuel Calfucurá y el saldo de su campaña fue de 3200 indios muertos, 1200 prisioneros y
se rescataron 1000 cautivos blancos.
El General San Martín en su testamento escribió: "El
sable que me ha acompañado en toda la guerra de la independencia de la América
del Sur le será entregado al general Juan Manuel de Rosas, como prueba de la
satisfacción que, como argentino, he tenido al ver la firmeza con que ha
sostenido el honor de la República contra las injustas pretensiones de los
extranjeros que trataban de humillarla”.
En 1851, Justo José de Urquiza de Entre Ríos, uno de los
generales más importantes de Rosas, anunció su intención de derrocar a Rosas; las
fuerzas de Rosas fueron vencidas en la Batalla de Caseros: el 3 de febrero de
1852.
Juan Manuel de Rosas, con su familia, se refugió en el
consulado británico protegido por el cónsul británico Robert Gore, partió hacia
Inglaterra en el buque de guerra británico Conflict. Se estableció en un
pequeño pueblo de Inglaterra (Swarkling) cerca de Southamptom, donde vivió
durante veinticinco años. Falleció el 14 de marzo de 1877 en Southampton,
Inglaterra, Reino Unido.
La casona de Rosas “San Benito de Palermo” quedó abandonada
con su exilio, y fue una ruina durante la siguiente década. Luego fue utilizada
por el Gobierno Nacional con varios fines: Colegio Militar, Escuela Naval, etc.
Domingo Faustino Sarmiento impulsó la transformación de los terrenos de
estancia en un espacio público, el Parque 3 de Febrero, llamado en honor a la
batalla de Caseros. El edificio siguió en pie hasta el 3 de febrero de 1899,
cuando el Intendente Adolfo Bullrich ejecutó su implosión, con muy poca
oposición social.
En el año 1938 se organiza en el restaurante “Edelweiss” de
la Capital Federal el “Instituto Juan Manuel de Rosas” con la presencia del
General Iturbide, el historiador Irazusta, José María Rosa y Manuel de
Anchorena entre otros, y con la misión de organizar la repatriación de los
restos de Brig Gral Juan Manuel de Rosas.
Manuel de Anchorena en 1989 presentó ante el gobierno
británico el pedido final de la repatriación de los restos de Rosas, que por
fin vio coronado con el éxito, e integró la comisión que trajo al Restaurador a
su Patria.
El 30 de setiembre de 1989, luego de 137 años de exilio,
llegaron al país sus despojos mortales. Todas las agrupaciones de gauchos y de
criollos, agrupados en los Centros Tradicionalistas, concurrieron de todos los
rincones del país.
y los dulces “¡te quiero!” de tinta y de esperanza,
en una pirueta de fuego, se rizaban.
Como una serpentina, tu nombre se alargaba,
y era un puente la firma sobre un río de brasas que,
silenciosamente, sin voz, se desplomaba.
Esta noche de agosto he quemado tus cartas.
¡Ocho años de vida apasionada!
Rafael de León, es el nombre artístico que tuvo Rafael de
León y Arias de Saavedra.
Nació un jueves 6 de febrero de 1908 en Sevilla (España), ,
en el seno de una aristocrática familia de terratenientes andaluces. Fue el
primogénito de José de León y Manjón, VII marqués del Valle de la Reina, y de
María Justa Arias de Saavedra y Pérez de Vargas, VI marquesa del Moscoso y VII
condesa de Gómara.
En 1916 ingresó en el internado del colegio jesuita "San
Luis Gonzaga", del Puerto de Santa María, donde coincidió con Rafael Alberti, y
en el que años antes estudió Juan Ramón Jiménez.
Al producirse la Guerra Civil Española Rafael de León se
encontraba en Barcelona y allí es encarcelado por parte de las autoridades
republicanas debido a su origen aristocrático.
En la cárcel declarará tener una buena amistad con
destacados poetas republicanos como León Felipe, Federico García Lorca y
Antonio Machado.
De ningún poeta español de este siglo que acaba, han sido
tan recitadas sus poesías y tan cantadas las letras de sus canciones. Fue el letrista de algunas de las más célebres
canciones populares españolas del siglo XX, como Tatuaje, Ojos verdes, A
ciegas, A la lima y al limón ¡Ay pena, penita, pena!, María de la O, Con divisa
verde y oro.
Hacia el final de su dilatada carrera de letrista, escribió
para los cantantes Nino Bravo, Raphael, Rocío Dúrcal, Rocío Jurado o Isabel
Pantoja; canciones escritas por él fueron presentadas en el afamado Festival de
la Canción de Benidorm.
Falleció en 1982, con 74 años, en su piso madrileño situado
frente al Retiro.
Coplas del querer (Rafael de León - Manuel Quiroga - Juan
Solano - Basilio García Cabello - Ricardo Freire).
Dime que me quieres, dímelo por Dios,
aunque no lo sientas,
aunque sea mentira,
pero dímelo.
Dímelo bajito,
se te hará más fácil decírmelo así,
y el "te quiero" tuyo será "pa" mis
penas
lo mismo que lluvia de mayo y abril.
Ten misericordia de mi corazón.
Dime que me quieres, dímelo por Dios.
Te quiero más que a mi "vía".
Te quiero más que a mis ojos.
Más que al aire que respiro
y más que a la "mare" mía.
Que se me paren los pulsos si te dejo de querer,
que las campanas me doblen si te falto alguna vez.