Estase la gentil dama
paseando en su vergel,
los pies tenía descalzos
que era maravilla ver.
Hablábame desde lejos,
no le quise responder;
respondile con gran saña:
–¿Qué mandáis, gentil mujer?
Con una voz amorosa
comenzó de responder:
–Ven acá tú, el pastorcico,
si quieres tomar placer;
siesta es de mediodía
y ya es hora de comer;
si quieres tomar posada
todo es a tu placer.
– No era tiempo, señora,
que me haya de detener,
que tengo mujer e hijos
y casa de mantener,
y mi ganado en la sierra
que se me iba a perder,
y aquellos que me lo guardan
no tenían qué comer.
–Vete con Dios, pastorcillo,
no te sabes entender.
Hermosuras de mi cuerpo
yo te las hiciera ver:
delgadita en la cintura,
blanca soy como el papel,
la color tengo mezclada,
como rosa en el rosel;
las teticas agudicas,
que el brial quieren hender;
el cuello tengo de garza,
los ojos de un esparver;
pues lo que tengo encubierto
maravilla es de lo ver.
–Ni aunque más tengáis, señora,
no me puedo detener.
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