¿Para quién escribo?, me preguntaba el cronista, el periodista
o simplemente el curioso.
No escribo para el señor de la estirada chaqueta, ni para su
bigote enfadado, ni siquiera para su alzado índice
admonitorio entre las tristes ondas de música.
Tampoco para el carruaje, ni para su ocultada señora (entre
vidrios, como un rayo frío, el brillo de los impertinentes).
Escribo acaso para los que no me leen. Esa mujer que corre
por la calle como si fuera a abrir las puertas a la aurora.
O ese viejo que se aduerme en el banco de esa plaza chiquita,
mientras el sol poniente con amor le toma, le rodea y le
deslíe suavemente en sus luces.
Para todos los que no me leen, los que no se cuidan de mí, pero
de mí se cuidan (aunque me ignoren).
Esa niña que al pasar me mira, compañera de mi aventura,
viviendo en el mundo.
Y esa vieja que sentada a su puerta ha visto vida, paridora de
muchas vidas, y manos cansadas.
Escribo para el enamorado; para el que pasó con su angustia
en los ojos; para el que le oyó; para el que al pasar no
miró; para el que finalmente cayó cuando preguntó y no
le oyeron.
Para todos escribo. Para los que no me leen sobre todo escribo.
Uno a uno, y la muchedumbre. Y para los pechos y para
las bocas y para los oídos donde, sin oírme,
está mi palabra.
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