Ya pasea la luna sobre las azoteas.
En calles y avenidas los perfiles se agrandan.
En el momento lívido, que hace inclinar las hojas
las farolas encienden su luz de madrugada.
Un cielo, barnizado de cemento, sostiene
entre sus anchos dedos escasas luminarias.
Por el asfalto ruedan rehilanderas de acero
con sonoros flautines de voces esmaltadas.
Se estremece un tic-tac de pasos epilépticos.
Se disparan a un tiempo cohetes de miradas.
Se juega a serpentinas a través de las lunas
de los escaparates –cintura cinemática–.
Y se ven, dominando las huestes callejeras,
policías ecuestres con ondulantes capas.
Los vastos rascacielos emanan claridades
de ruedas Catalina y luces de Bengala,
que saltan a la calle gozosas de perderse
entre el rumor continuo de todas las pisadas.
Por las profundas venas, el metropolitano
veloz de puerto en puerto, acompasando escalas,
cruzando del suburbio a la gran avenida
en una eterna noche de sombras estrelladas.
Se ha tendido en lo alto, sobre las azoteas,
la etíope danzarina, dulce y desmelenada.
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