Aquella voluntad
honesta y pura,
ilustre y hermosísima María,
que’n mí de celebrar tu hermosura,
tu ingenio y tu valor estar solía,
a despecho y pesar de la ventura
que por otro camino me desvía,
está y estará tanto en mí clavada
cuanto del cuerpo el alma acompañada.
Y aun no se me
figura que me toca
aqueste oficio solamente en vida,
mas con la lengua muerta y fria en la boca
pienso mover la voz a ti debida;
libre mi alma de su estrecha roca,
por el Estigio lago conducida,
celebrando t’irá, y aquel sonido
hará parar las aguas del olvido.
Mas la fortuna,
de mi mal no harta,
me aflige y d’un trabajo en otro lleva;
ya de la patria, ya del bien me aparta,
ya mi paciencia en mil maneras prueba,
y lo que siento más es que la carta
donde mi pluma en tu alabanza mueva,
poniendo en su lugar cuidados vanos,
me quita y m’arrebata de las manos.
Pero por más
que’n mí su fuerza pruebe,
no tornará mi corazón mudable:
nunca dirán jamás que me remueve
fortuna d’un estudio tan loable;
Apolo y las hermanas todas nueve
me darán ocio y lengua con que hable
lo menos de lo que’n tu ser cupiere,
qu’esto será lo más que yo pudiere.
En tanto, no te
ofenda ni te harte
tratar del campo y soledad que amaste,
ni desdeñes aquesta inculta parte
de mi estilo, que’n algo ya estimaste;
entre las armas del sangriento Marte,
do apenas hay quien su furor contraste,
hurté de tiempo aquesta breve suma,
tomando ora la espada, ora la pluma.
Aplica, pues, un
rato los sentidos
al bajo son de mi zampoña ruda,
indigna de llegar a tus oídos,
pues d’ornamento y gracia va desnuda;
mas a las veces son mejor oídos
el puro ingenio y lengua casi muda,
testigos limpios d’ánimo inocente,
que la curiosidad del elocuente.
Por aquesta
razón de ti escuchado,
aunque me falten otras, ser merezco;
lo que puedo te doy, y lo que he dado,
con recebillo tú, yo m’enriquezco.
De cuatro ninfas que del Tajo amado
salieron juntas, a cantar me ofrezco:
Filódoce, Dinámene y Climene,
Nise, que en hermosura par no tiene.
Cerca del Tajo,
en soledad amena,
de verdes sauces hay una espesura
toda de hiedra revestida y llena,
que por el tronco va hasta el altura
y así la teje arriba y encadena
que’l sol no halla paso a la verdura;
el agua baña el prado con sonido,
alegrando la hierba y el oído.
Con tanta
mansedumbre el cristalino
Tajo en aquella parte caminaba
que pudieron los ojos el camino
determinar apenas que llevaba.
Peinando sus cabellos d’oro fino,
una ninfa del agua do moraba
la cabeza sacó, y el prado ameno
vido de flores y de sombra lleno.
Movióla el sitio umbroso,
el manso viento,
el suave olor d’aquel florido suelo;
las aves en el fresco apartamiento
vio descansar del trabajoso vuelo;
secaba entonces el terreno aliento
el sol, subido en la mitad del cielo;
en el silencio solo se ’scuchaba
un susurro de abejas que sonaba.
Habiendo
contemplado una gran pieza
atentamente aquel lugar sombrío,
somorgujó de nuevo su cabeza
y al fondo se dejó calar del río;
a sus hermanas a contar empieza
del verde sitio el agradable frío,
y que vayan, les ruega y amonesta,
allí con su labor a estar la siesta.
No perdió en esto
mucho tiempo el ruego,
que las tres d’ellas su labor tomaron
y en mirando defuera vieron luego
el prado, hacia el cual enderezaron;
el agua clara con lascivo juego
nadando dividieron y cortaron
hasta que’l blanco pie tocó mojado,
saliendo del arena, el verde prado.
Poniendo ya en lo
enjuto las pisadas,
escurriendo del agua sus cabellos,
los cuales esparciendo cubijadas
las hermosas espaldas fueron dellos,
luego sacando telas delicadas
que’n delgadeza competian con ellos,
en lo más escondido se metieron
y a su labor atentas se pusieron.
Las telas eran
hechas y tejidas
del oro que’l felice Tajo envía,
apurado después de bien cernidas
las menudas arenas do se cría,
y de las verdes ovas, reducidas
en estambre sotil cual convenía
para seguir el delicado estilo
del oro, ya tirado en rico hilo.
La delicada
estambre era distinta
de las colores que antes le habian dado
con la fineza de la varia tinta
que se halla en las conchas del pescado;
tanto arteficio muestra en lo que pinta
y teje cada ninfa en su labrado
cuanto mostraron en sus tablas antes
el celebrado Apeles y Timantes.
Filódoce, que
así d’aquéllas era
llamada la mayor, con diestra mano
tenía figurada la ribera
de Estrimón, de una parte el verde llano
y d’otra el monte d’aspereza fiera,
pisado tarde o nunca de pie humano,
donde el amor movió con tanta gracia
la dolorosa lengua del de Tracia.
Estaba figurada
la hermosa
Eurídice, en el blanco pie mordida
de la pequeña sierpe ponzoñosa,
entre la hierba y flores escondida;
descolorida estaba como rosa
que ha sido fuera de sazón cogida,
y el ánima, los ojos ya volviendo,
de la hermosa carne despidiendo.
Figurado se vía
estensamente
el osado marido, que bajaba
al triste reino de la escura gente
y la mujer perdida recobraba;
y cómo, después desto, él impaciente
por mirarla de nuevo, la tornaba
a perder otra vez, y del tirano
se queja al monte solitario en vano.
mostraba en la labor que había tejido,
pintando a Apolo en el robusto oficio
de la silvestre caza embebecido.
Mudar presto le hace el ejercicio
la vengativa mano de Cupido,
que hizo a Apolo consumirse en lloro
después que le enclavó con punta d’oro.
Dafne, con el
cabello suelto al viento,
sin perdonar al blanco pie corría
por áspero camino tan sin tiento
que Apolo en la pintura parecía
que, porqu’ella templase el movimiento,
con menos ligereza la seguía;
él va siguiendo, y ella huye como
quien siente al pecho el odïoso plomo.
Mas a la fin los
brazos le crecían
y en sendos ramos vueltos se mostraban;
y los cabellos, que vencer solían
al oro fino, en hojas se tornaban;
en torcidas raíces s’estendían
los blancos pies y en tierra se hincaban;
llora el amante y busca el ser primero,
besando y abrazando aquel madero.
Climene, llena de
destreza y maña,
el oro y las colores matizando,
iba de hayas una gran montaña,
de robles y de peñas varïando;
un puerco entre ellas, de braveza estraña,
estaba los colmillos aguzando
contra un mozo no menos animoso,
con su venablo en mano, que hermoso.
Tras esto, el
puerco allí se via herido
d’aquel mancebo, por su mal valiente,
y el mozo en tierra estaba ya tendido,
abierto el pecho del rabioso diente,
con el cabello d’oro desparcido
barriendo el suelo miserablemente;
las rosas blancas por allí sembradas
tornaban con su sangre coloradas.
Adonis éste se
mostraba qu’era,
según se muestra Venus dolorida,
que viendo la herida abierta y fiera,
sobr’él estaba casi amortecida;
boca con boca coge la postrera
parte del aire que solia dar vida
al cuerpo por quien ella en este suelo
aborrecido tuvo al alto cielo.
La blanca Nise no
tomó a destajo
de los pasados casos la memoria,
y en la labor de su sotil trabajo
no quiso entretejer antigua historia;
antes, mostrando de su claro Tajo
en su labor la celebrada gloria,
la figuró en la parte dond’ él baña
la más felice tierra de la España.
Pintado el
caudaloso rio se vía,
que en áspera estrecheza reducido,
un monte casi alrededor ceñía,
con ímpetu corriendo y con rüido;
querer cercarlo todo parecía
en su volver, mas era afán perdido;
dejábase correr en fin derecho,
contento de lo mucho que habia hecho.
Estaba puesta en
la sublime cumbre
del monte, y desde allí por él sembrada,
aquella ilustre y clara pesadumbre
d’antiguos edificios adornada.
D’allí con agradable mansedumbre
el Tajo va siguiendo su jornada
y regando los campos y arboledas
con artificio de las altas ruedas.
En la hermosa
tela se veían,
entretejidas, las silvestres diosas
salir de la espesura, y que venían
todas a la ribera presurosas,
en el semblante tristes, y traían
cestillos blancos de purpúreas rosas,
las cuales esparciendo derramaban
sobre una ninfa muerta que lloraban.
Todas, con el
cabello desparcido,
lloraban una ninfa delicada
cuya vida mostraba que habia sido
antes de tiempo y casi en flor cortada;
cerca del agua, en un lugar florido,
estaba entre las hierbas degollada
cual queda el blanco cisne cuando pierde
la dulce vida entre la hierba verde.
Una d’aquellas
diosas que’n belleza
al parecer a todas ecedía,
mostrando en el semblante la tristeza
que del funesto y triste caso había,
apartada algún tanto, en la corteza
de un álamo unas letras escribía
como epitafio de la ninfa bella,
que hablaban ansí por parte della:
«Elisa soy, en
cuyo nombre suena
y se lamenta el monte cavernoso,
testigo del dolor y grave pena
en que por mí se aflige Nemoroso
y llama “Elisa”; “Elisa” a boca llena
responde el Tajo, y lleva presuroso
al mar de Lusitania el nombre mío,
donde será escuchado, yo lo fío».
En fin, en esta
tela artificiosa
toda la historia estaba figurada
que en aquella ribera deleitosa
de Nemoroso fue tan celebrada,
porque de todo aquesto y cada cosa
estaba Nise ya tan informada
que, llorando el pastor, mil veces ella
se enterneció escuchando su querella;
y porque aqueste
lamentable cuento,
no sólo entre las selvas se contase,
mas dentro de las ondas sentimiento
con la noticia desto se mostrase,
quiso que de su tela el argumento
la bella ninfa muerta señalase
y ansí se publicase de uno en uno
por el húmido reino de Neptuno.
Destas historias
tales varïadas
eran las telas de las cuatro hermanas,
las cuales con colores matizadas,
claras las luces, de las sombras vanas
mostraban a los ojos relevadas
las cosas y figuras que eran llanas,
tanto que al parecer el cuerpo vano
pudiera ser tomado con la mano.
Gómez Suárez de Figueroa, renombrado como Inca Garcilaso de la Vega a partir de 1563 (Cuzco, Gobernación de Nueva Castilla, 12 de abril de 1539-Córdoba, España, 23 de abril de 1616), fue un escritor, historiador y militar nacido en el territorio actual del Perú.
Se le considera como el primer mestizo cultural de América que supo asumir y conciliar sus dos herencias culturales: la inca y la española, alcanzando al mismo tiempo gran renombre intelectual. Luis Alberto Sánchez lo describe como el «primer mestizo de personalidad y ascendencia universal que parió América (Wikipedia).
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