martes, 2 de junio de 2020

Era más de media noche de José de Espronceda.



Era más de media noche,

antiguas historias cuentan,
cuando en sueño y en silencio
lóbrego, envuelta la tierra,
los vivos muertos parecen, 
los muertos la tumba dejan.
Era la hora en que acaso
temerosas voces suenan
informes, en que se escuchan
tácitas pisadas huecas, 
y pavorosas fantasmas
entre las densas tinieblas
vagan, y aúllan los perros
amedrentados al verlas;
en que tal vez la campana 
de alguna arruinada iglesia
da misteriosos sonidos
de maldición y anatema,
que los sábados convoca
a las brujas a su fiesta. 
El cielo estaba sombrío,
no vislumbraba una estrella,
silbaba lúgubre el viento,
y allá en el aire, cual negras
fantasmas, se dibujaban 
las torres de las iglesias,
y del gótico castillo
las altísimas almenas,
donde canta o reza acaso
temeroso el centinela.
Todo en fin a media noche
reposaba, y tumba era
de sus dormidos vivientes
la antigua ciudad que riega
el Tormes, fecundo río 
nombrado de los poetas,
la famosa Salamanca,
insigne en armas y letras,
patria de ilustres varones,
noble archivo de las ciencias. 
     Súbito rumor de espadas
cruje y un «¡ay!» se escuchó;
un «¡ay!» moribundo, un «¡ay!»
que penetra el corazón,
que hasta los tuétanos hiela 
y da al que lo oyó temblor.
Un «¡ay!» de alguno que al mundo
pronuncia el último adiós.

                   El ruido
              cesó, 
              un hombre
              pasó
              embozado,
              y el sombrero
              recatado 
              a los ojos
              se caló.
              Se desliza
              y atraviesa
              junto al muro 
              de una iglesia,
              y en la sombra
              se perdió.

     Una calle estrecha y alta,
la calle del Ataúd, 
cual si de negro crespón
lóbrego eterno capuz
la vistiera, siempre oscura
y de noche sin más luz
que la lámpara que alumbra 
una imagen de Jesús,
atraviesa el embozado,
la espada en la mano aún,
que lanzó vivo reflejo
al pasar frente a la cruz.

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