martes, 31 de diciembre de 2019

A tientas de Mario Benedetti.

A tientas
de Mario Benedetti.
Se retrocede con seguridad
pero se avanza a tientas
uno adelanta manos como un ciego
ciego imprudente por añadidura
pero lo absurdo es que no es ciego
y distingue el relámpago la lluvia
los rostros insepultos la ceniza
la sonrisa del necio las afrentas
un barrunto de pena en el espejo
la baranda oxidada con sus pájaros
la opaca incertidumbre de los otros
enfrentada a la propia incertidumbre
se avanza a tientas / lentamente
por lo común a contramano
de los convictos y confesos
en búsqueda tal vez
de amores residuales
que sirvan de consuelo y recompensa
o iluminen un pozo de nostalgias
se avanza a tientas / vacilante
no importan la distancia ni el horario
ni que el futuro sea una vislumbre
o una pasión deshabitada
a tientas hasta que una noche
se queda uno sin cómplices ni tacto
y a ciegas otra vez y para siempre
se introduce en un túnel o destino
que no se sabe dónde acaba.
De árbol en árbol.

                                            a ambrosio y silvia

Los árboles
¿serán acaso solidarios?
¿digamos el castaño de los campos elíseos
con el quebrancho de entre ríos
o los olivos de jaén
con los sauces de tacuarembó?

¿le avisará la encina de westfalia
al flaco alerce de tirol
que administre mejor su trementina?

y el caucho de pará
o el baobab en las márgenes del cuanza
¿provocarán al fin la verde angustia
de aquel ciprés de la mission dolores
que cabeceaba en frisco
california?

¿se sentirá el ombú en su pampa de rocío
casi un hermano de la ceiba antillana?

los de este parque o aquella floresta
¿se dirán de copa a copa que el muérdago
otrora tan sagrado entre los galos
ahora es apenas un parásito
con chupadores corticales?

¿sabrán los cedros del líbano
y los caobos de corinto
que sus voraces enemigos
no son la palma de camagüey
ni el eucalipto de tasmania
sino el hacha tenaz del leñador
la sierra de las grandes madereras
el rayo como látigo en la noche?

Mario Benedetti  fue un escritor, poeta, dramaturgo y periodista uruguayo integrante de la denominada generación del 45, a la que pertenecieron, entre otros, Idea Vilariño y Juan Carlos Onetti. 
Es autor de libros como “La Tregua” y “Gracias por el fuego”, entre otros.  
La versión cinematográfica de “La tregua”, dirigida por Sergio Renán, fue nominada a la cuadragésimo séptima versión de los Premios Óscar en 1974, en la categoría de mejor película extranjera; finalmente el premio, entregado en la ceremonia del 8 de abril de 1975, se lo adjudicó la película italiana Amarcord. 
Su cuento “El olvido” fue uno de los relatos en que basó el guión del filme “Dale nomás” (1974) de Osías Wilenski. 
Desde 1983 se radicó en España permaneciendo allí la mayor parte del año. Obtuvo el VIII Premio Reina Sofía de Poesía. Recibió el título de Doctor Honoris Causa por la Universidad de Alicante.  Mario Benedetti  nacido en la localidad de Paso de los Toros (Uruguay) el  14 de septiembre de 1920. Fallece el 17 de mayo de 2009.

viernes, 27 de diciembre de 2019

Disculpe el señor - Joan Manuel Serrat del trabajo "Utopia" editado en el año 1992.

Disculpe el señor
de Joan Manuel Serrat.

Disculpe el señor
si le interrumpo, pero en el recibidor
hay un par de pobres que
preguntan insistentemente por usted.

No piden limosnas, no...
Ni venden alfombras de lana,
tampoco elefantes de ébano.
Son pobres que no tienen nada de nada.

No entendí muy bien
sin nada que vender o nada que perder,
pero por lo que parece
tiene usted alguna cosa que les pertenece.

¿Quiere que les diga que el señor salió...?
¿Que vuelvan mañana, en horas de visita...?
¿O mejor les digo como el señor dice:
"Santa Rita, Rita, Rita,
lo que se da, no se quita...?"

Disculpe el señor,
se nos llenó de pobres el recibidor
y no paran de llegar,
desde la retaguardia, por tierra y por mar.

Y como el señor dice que salió
y tratándose de una urgencia,
me han pedido que les indique yo
por dónde se va a la despensa,

y que Dios, se lo pagará.
¿Me da las llaves o los echo? Usted verá
que mientras estamos hablando
llegan más y más pobres y siguen llegando.

¿Quiere usted que llame a un guardia y que revise
si tienen en regla sus papeles de pobre...?
¿O mejor les digo como el señor dice:
"Bien me quieres, bien te quiero,
no me toques el dinero...?"

Disculpe el señor
pero este asunto va de mal en peor.
Vienen a millones y
curiosamente, vienen todos hacia aquí.

Traté de contenerles pero ya ve,
han dado con su paradero.
Estos son los pobres de los que le hablé...
Le dejo con los caballeros

y entiéndase usted...
Si no manda otra cosa, me retiraré.
Si me necesita, llame...
Que Dios le inspire o que Dios le ampare,
que esos no se han enterado
que Carlos Marx está muerto y enterrado.

martes, 24 de diciembre de 2019

Nochebuena de César Vallejo.

Nochebuena.


Al callar la orquesta, pasean veladas
sombras femeninas bajo los ramajes,
por cuya hojarasca se filtran heladas
quimeras de luna, pálidos celajes.


Hay labios que lloran arias olvidadas,
grandes lirios fingen los ebúrneos trajes.
Charlas y sonrisas en locas bandadas
perfuman de seda los rudos boscajes.


Espero que ría la luz de tu vuelta;
y en la epifanía de tu forma esbelta,
cantará la fiesta en oro mayor.


Balarán mis versos en tu predio entonces,
canturreando en todos sus místicos bronces
que ha nacido el niño-Jesús de tu amor.

domingo, 22 de diciembre de 2019

22 de diciembre. En el 149º aniversario de la muerte de Gustavo Adolfo Bécquer (1836-1870).

Rima I: Yo sé un himno 

gigante y extraño.

Yo sé un himno gigante y extraño
que anuncia en la noche del alma una aurora,
y estas páginas son de ese himno
cadencias que el aire dilata en las sombras.
Yo quisiera escribirlo, del hombre
domando el rebelde, mezquino idioma,
con palabras que fuesen a un tiempo
suspiros y risas, colores y notas.
Pero en vano es luchar; que no hay cifra
capaz de encerrarlo, y apenas ¡oh, hermosa!
si, teniendo en mis manos las tuyas,
pudiera, al oído, contártelo a solas.
RIMA IX
Besa el aura que gime blandamente
las leves ondas que jugando riza;
el sol besa a la nube en Occidente

y de púrpura y oro la matiza;
la llama en derredor del tronco ardiente
por besar a otra llama se desliza,
y hasta el sauce inclinándose a su peso,
al río que le besa, vuelve un beso.

La rosa de pasión de Gustavo Adolfo Bécquer.


Una tarde de verano y en un jardín de Toledo me refirió esta singular historia una muchacha muy buena y muy bonita.
Mientras me explicaba el misterio de su forma especial besaba las hojas y los pistilos que iba arrancando uno a uno de la flor que da su nombre a esta leyenda.
Si yo la pudiera referir con el suave encanto y la tierna sencillez que tenía en su boca os conmovería, como a mí me conmovió, la historia de la infeliz Sara.
Ya que esto no es posible, ahí va lo que de esa tradición se me acuerda en este instante.
– I –
En una de las callejas más obscuras y tortuosas de la ciudad imperial, empotrada y casi escondida entre la alta torre morisca de una antigua parroquia muzárabe y los sombríos y blasonados muros de una casa solariega, tenía, hace muchos años, su habitación, raquítica, tenebrosa y miserable como su dueño, un judío llamado Daniel Leví.
Era este judío rencoroso y vengativo, como todos los de su raza; pero más que ninguno, engañador e hipócrita.
Dueño, según los rumores del vulgo, de una inmensa fortuna, veíasele, no obstante, todo el día acurrucado en el sombrío portal de su vivienda componiendo y aderezando cadenillas de metal, cintos viejos y guarniciones rotas, con las que traía un gran tráfico entre los truhanes del Zocodover, las revendedoras del Postigo y los escuderos pobres.
Aborrecedor implacable de los cristianos y de cuanto a ellos pudiera pertenecer, jamás pasó junto a un caballero principal o un canónigo de la Primada sin quitarse una y hasta diez veces el mugriento bonetillo que cubría su cabeza, calva y amarillenta, ni acogió en su tenducho a uno de sus habituales parroquianos sin agobiarle a fuerza de humildes salutaciones acompañadas de aduladoras sonrisas.
La sonrisa de Daniel había llegado a hacerse proverbial en toda Toledo, y su mansedumbre, a prueba de las jugarretas más pesadas y las burlas y rechiflas de sus vecinos, no conocía límites.
Inútilmente los muchachos, para desesperarle, tiraban piedras a su tugurio; en vano los pajecillos, y hasta los hombres de armas del próximo palacio, pretendían aburrirle con los nombres más injuriosos, o las viejas devotas de la feligresía se santiguaban al pasar por el dintel de su puerta como si viesen al mismo Lucifer en persona. Daniel sonreía eternamente, con una sonrisa extraña e indescriptible. Sus labios, delgados y hundidos, se dilataban a la sombra de su nariz desmesurada y curva como el pico de un aguilucho, y aunque de sus ojos pequeños, verdes, redondos y casi ocultos entre las espesas cejas brotaba una chispa de mal reprimida cólera, seguía impasible golpeando con su martillito de hierro el yunque donde aderezaba las mil baratijas mohosas y, al parecer, sin aplicación alguna de que se componía su tráfico.
Sobre la puerta de la casucha del judío, y dentro de un marco de azulejos de vivos colores, se abría un ajimez árabe, resto de las antiguas construcciones de los moros toledanos. Alrededor de las caladas franjas del ajimez y enredándose por la columnilla de mármol que lo partía en dos huecos iguales subía desde el interior de la vivienda una de esas plantas trepadoras que se mecen verdes y llenas de savia y lozanía sobre los ennegrecidos muros de los edificios ruinosos.
En la parte de la casa que recibía una dudosa luz por los estrechos vanos de aquel ajimez, único abierto en el musgoso y agrietado paredón de la calleja, habitaba Sara, la hija predilecta de Daniel.
Cuando los vecinos del barrio pasaban por delante de la tienda del judío y veían por casualidad a Sara tras de las celosías de su ajimez morisco y a Daniel acurrucado junto a su yunque exclamaban en alta voz, admirados de las perfecciones de la hebrea:
-¡Parece mentira que tan ruin tronco haya dado de sí tan hermoso vástago!
Porque, en efecto, Sara era un prodigio de belleza. Tenía los ojos grandes y rodeados de un sombrío cerco de pestañas negras, en cuyo fondo brillaba el punto de luz de su ardiente pupila como una estrella en el cielo de una noche oscura. Sus labios, encendidos y rojos, parecían recortados hábilmente de un paño de púrpura por las invisibles manos de una hada. Su tez era blanca, pálida y transparente como el alabastro de la estatua de un sepulcro. Contaba apenas dieciséis años, y ya se veía grabada en su rostro esa dulce tristeza de las inteligencias precoces, y ya hinchaban su seno y se escapaban de su boca esos suspiros que anuncian el vago despertar del deseo.
Los judíos más poderosos de la ciudad, prendados de su maravillosa hermosura, la habían solicitado para esposa; pero la hebrea, insensible a los homenajes de sus adoradores y a los consejos de su padre, que la instaba para que eligiese un compañero antes de quedar sola en el mundo, se mantenía encerrada en un profundo silencio, sin dar más razón de su extraña conducta que el capricho de permanecer libre. Al fin, un día, cansado de sufrir los desdenes de Sara, y sospechando que su eterna tristeza era indicio cierto de que su corazón abrigaba algún secreto importante, uno de sus adoradores se acercó a Daniel y le dijo:
-¿Sabes, Daniel, que entre nuestros hermanos se murmura de tu hija?
El judío levantó un instante los ojos de su yunque, suspendió su continuo martilleo y, sin mostrar la menor emoción, preguntó a su interpelante:
-¿Y qué dicen de ella?
-Dicen -prosiguió su interlocutor-, dicen…, qué sé yo…, muchas cosas… Entre otras, que tu hija está enamorada de un cristiano…
Al llegar a este punto, el desdeñado amante de Sara se detuvo para ver el efecto que sus palabras hacían en Daniel.
Daniel levantó de nuevo sus ojos, le miró un rato fijamente, sin decir palabra, y bajando otra vez la vista para seguir su interrumpida tarea, exclamó:
-¿Y quien dice que eso no es una calumnia?
-Quien los ha visto conversar más de una vez en esta misma calle, mientras tú asistes al oculto sanedrín de nuestros rabinos -insistió el joven hebreo, admirado de que sus sospechas, primero, y después sus afirmaciones no hiciesen mella en el ánimo de Daniel.
Éste, sin abandonar su ocupación, fija la mirada en el yunque, sobre el que, después de dejar a un lado el martillo, se ocupaba en bruñir el broche de metal de una guarnición con una pequeña lima, comenzó a hablar en voz baja y entrecortada, como si maquinalmente fuesen repitiendo sus labios las ideas que cruzaban por su mente.
-¡Je!, ¡je!, ¡je! -decía, riéndose de una manera extraña y diabólica-. ¿Con que a mi Sara, al orgullo de la tribu, el báculo en que se apoya mi vejez, piensa arrebatármela un perro cristiano?… ¿Y vosotros creéis que lo hará? ¡Je!, ¡je! -continuaba, siempre hablando para sí y siempre riéndose, mientras la lima chirriaba cada vez con más fuerza, mordiendo el metal con sus dientes de acero-. ¡Je!, ¡Je! ¡Pobre Daniel!, dirán los míos, ¡ya chochea! ¿Para qué quiere ese viejo moribundo y decrépito esa hija tan hermosa y tan joven, si no sabe guardarla de los codiciosos ojos de nuestros enemigos?… ¡Je!, ¡je!, ¡je! ¿Crees tú, por ventura, que Daniel duerme? ¿Crees tú, por ventura, que si mi hija tiene un amante…, que bien puede ser, y ese amante es cristiano y procura seducirla y la seduce, que todo es posible, y proyecta huir con ella, que también es fácil, y huye mañana, por ejemplo, lo cual cabe dentro de lo humano, crees tú que Daniel se dejará así arrebatar su tesoro?, ¿crees tú que no sabrá vengarse?
-Pero -exclamó, interrumpiéndole, el joven-, ¿sabéis, acaso…?
-Sé -dijo Daniel, levantándose y dándole un golpecito en la espalda-, sé más que tú, que nada sabes, ni nada sabrías si no hubiese llegado la hora de decirlo todo… Adiós; avisa a nuestros hermanos para que cuanto antes se reúnan. Esta noche, dentro de una o dos horas, yo estaré con ellos. ¡Adiós!
Y esto diciendo, Daniel empujó suavemente a su interlocutor hacia la calle, recogió sus trebejos muy despacio y comenzó a cerrar con dobles cerrojos y aldabas la puerta de la tiendecilla.
El ruido que produjo la puerta al encajarse, rechinando sobre sus premiosos goznes, impidió al que se alejaba oír el rumor de las celosías del ajimez, que en aquel punto cayeron de golpe, como si la judía acabara de retirarse de su alféizar.
– II –
Era noche de Viernes Santo; los habitantes de Toledo, después de haber asistido a las tinieblas en su magnífica catedral, acababan de entregarse al sueño o referían al amor de la lumbre consejas parecidas a la del Cristo de la Luz, que robado por unos judíos, dejó un rastro de sangre por el cual se descubrió el crimen; o la historia del Santo Niño de la Guarda, en quien los implacables enemigos de nuestra fe renovaron la cruel pasión de Jesús. Reinaba en la ciudad un silencio profundo, interrumpido a intervalos, ya por las lejanas voces de los guardias nocturnos que en aquella época velaban en derredor del alcázar, ya por los gemidos del viento, que hacía girar las veletas de las torres o zumbaba entre las torcidas revueltas de las calles, cuando el dueño de un barquichuelo que se mecía amarrado a un poste cerca de los molinos, que parecen como incrustados al pie de las rocas que baña el Tajo y sobre las que se asienta la ciudad, vio aproximarse a la orilla, bajando trabajosamente por uno de los estrechos senderos que desde lo alto de los muros conducen al río, a una persona a quien, al parecer, aguardaba con impaciencia.
-¡Ella es! -murmuró entre dientes el barquero-. ¡No parece sino que esta noche anda revuelta toda esa endiablada raza de judíos!… ¿Dónde diantres se tendrán dada cita con Satanás, qué todos acuden a mi barca, teniendo tan cerca el puente?… No, no irán a nada bueno cuando así evitan toparse de manos a boca con los hombres de armas de San Servando… Pero, en fin, ello es que me dan buenos dineros a ganar, y a su alma su palma, que yo en nada entro ni salgo.
Esto diciendo el buen hombre, sentándose en su barca aparejó los remos, y cuando Sara, que no era otra la persona a quien al parecer había aguardado hasta entonces, hubo saltado al barquichuelo, soltó la amarra que lo sujetaba y comenzó a bogar en dirección a la orilla opuesta.
-¿Cuántos han pasado esta noche? -preguntó Sara al barquero apenas se hubieron alejado de los molinos, y como refiriéndose a algo de que ya habían tratado anteriormente.
-Ni los he podido contar -respondió el interpelado-; ¡un enjambre!… Parece que esta noche será la última que se reúnen.
-¿Y sabes de qué tratan y con qué objeto abandonan la ciudad a estas horas?
-Lo ignoro…; pero ello es que aguardan a alguien que debe llegar esta noche… Yo no sé para qué le aguardarán, aunque presumo que para nada bueno.
Después de este breve diálogo, Sara se mantuvo algunos instantes sumida en un profundo silencio y como tratando de coordinar sus ideas.
«No hay duda -pensaba entre sí-; mi padre ha sorprendido nuestro amor y prepara alguna venganza horrible. Es preciso que yo sepa adónde van, qué hacen, qué intentan. Un momento de vacilación podría perderle».
Cuando Sara se puso un instante de pie y, como para alejar las horribles dudas que la preocupaban, se pasó la mano por la frente, que la angustia había cubierto de un sudor glacial, la barca tocaba a la orilla opuesta.
-Buen hombre -exclamó la hermosa hebrea, arrojando algunas monedas a su conductor y señalando un camino estrecho y tortuoso que subía serpenteando por entre las rocas-, ¿es ése el camino que siguen?
-Ése es, y cuando llegan a la Cabeza del Moro desaparecen por la izquierda. Después, el diablo y ellos sabrán adónde se dirigen -respondió el barquero.
Sara se alejó en la dirección que éste le había indicado. Durante algunos minutos se le vio aparecer y desaparecer alternativamente entre aquel oscuro laberinto de rocas cortadas a pico; después, y cuando hubo llegado a la cima llamada la Cabeza del Moro, su negra silueta se dibujó un instante sobre el fondo azul del cielo y, por último, desapareció entre las sombras de la noche.
– III –
Siguiendo el camino donde hoy se encuentra la pintoresca ermita de la Virgen del Valle, y como a dos tiros de ballesta del picacho que el vulgo conoce en Toledo por la Cabeza del Moro, existían aún en aquella época los ruinosos restos de una iglesia bizantina, anterior a la conquista de los árabes.
En el atrio, que dibujaban algunos pedruscos diseminados por el suelo, crecían zarzales y hierbas parásitas, entre los que yacían medio ocultos, ya el destrozado capitel de una columna, ya un sillar groseramente esculpido con hojas entrelazadas, endriagos horribles o grotescos e informes figuras humanas. Del templo sólo quedaban en pie los muros laterales y algunos arcos rotos y cubiertos de yedra.
Sara, a quien parecía guiar un sobrenatural presentimiento, al llegar al punto que le había señalado su conductor, vaciló algunos instantes, indecisa acerca del camino que debía seguir; pero, por último, se dirigió con paso firme y resuelto hacia las abandonadas ruinas de la iglesia.
En efecto, su instinto no la había engañado. Daniel, que ya no sonreía; Daniel, que no era ya el viejo débil y humilde, sino que, antes bien, despidiendo cólera de sus pequeños y redondos ojos, parecía animado del espíritu de la venganza, rodeado de una multitud ávida, como él, de saciar su sed de odio en uno de los enemigos de su religión, estaba allí, y parecía multiplicarse dando órdenes a los unos, animando en el trabajo a los otros, disponiendo, en fin, con una horrible solicitud los aprestos necesarios para la consumación de la espantosa obra que había estado meditando días y días mientras golpeaba impasible el yunque en su covacha de Toledo.
Sara, que a favor de la oscuridad había logrado llegar hasta el atrio de la iglesia, tuvo que hacer un esfuerzo para no arrojar un grito de horror al penetrar en su interior con la mirada. Al rojizo resplandor de una fogata, que proyectaba la forma de aquel círculo infernal en los muros del templo, había creído ver que algunos hacían esfuerzos por levantar en alto una pesada cruz, mientras otros tejían una corona con las ramas de los zarzales o aplastaban sobre una piedra las puntas de los enormes clavos de hierro. Una idea espantosa cruzó por su mente: recordó que a los de su raza los habían acusado más de una vez de misteriosos crímenes; recordó vagamente la aterradora historia del Niño Crucificado, que ella hasta entonces había creído una grosera calumnia inventada por el vulgo para apostrofar y zaherir a los hebreos.
Pero ya no le cabía duda alguna; allí, delante de sus ojos, estaban aquellos horribles instrumentos de martirio, y los feroces verdugos sólo aguardaban la víctima.
Sara, llena de una santa indignación, rebosando en generosa ira y animada de esa fe inquebrantable en el verdadero Dios que su amante le había revelado, no pudo contenerse a la vista de aquel espectáculo, y, rompiendo por entre la maleza que la ocultaba, presentose de improviso en el dintel del templo.
Al verla aparecer, los judíos arrojaron un grito de sorpresa, y Daniel, dando un paso hacia su hija en ademán amenazante, le preguntó con voz ronca:
-¿Qué buscas aquí, desdichada?
-Vengo a arrojar sobre vuestras frentes -dijo Sara con voz firme y resuelta- todo el baldón de vuestra infame obra, y vengo a deciros que en vano esperáis la víctima para el sacrificio, si ya no es que intentáis cebar en mí vuestra sed de sangre; porque el cristiano a quien aguardáis no vendrá, porque yo le he prevenido de vuestras asechanzas.
-¡Sara! -exclamó el judío rugiendo de cólera-. Sara, eso no es verdad; tú no puedes habernos hecho traición hasta el punto de revelar nuestros misteriosos ritos; y si es verdad que los has revelado, tú no eres mi hija…
-No, ya no lo soy; he encontrado otro padre, un padre todo amor para los suyos, un padre a quien vosotros enclavasteis en una afrentosa cruz, y que murió en ella por redimirnos, abriéndonos para una eternidad las puertas del cielo. No; ya no soy vuestra hija, porque soy cristiana y me avergüenzo de mi origen.
Al oír estas palabras, pronunciadas con esa enérgica entereza que sólo pone el cielo en boca de los mártires, Daniel, ciego de furor, se arrojó sobre la hermosa hebrea, y derribándola en tierra y asiéndola por los cabellos, la arrastró, como poseído de un espíritu infernal, hasta el pie de la cruz, que parecía abrir sus descarnados brazos para recibirla, exclamando al dirigirse a los que le rodeaban:
-Ahí os la entrego; haced vosotros justicia de esa infame, que ha vendido su honra, su religión y a sus hermanos.
– IV –
Al día siguiente, cuando las campanas de la catedral atronaban los aires tocando a gloria, y los honrados vecinos de Toledo se entretenían en tirar ballestazos a los judas de paja, ni más ni menos que como todavía lo hacen en algunas de nuestras poblaciones, Daniel abrió la puerta de su tenducho, como tenía de costumbre, y con su eterna sonrisa en los labios comenzó a saludar a los que pasaban, sin dejar por eso de golpear en el yunque con su martillito de hierro; pero las celosías del morisco ajimez de Sara no volvieron a abrirse, ni nadie vio más a la hermosa hebrea recostada en su alféizar de azulejos de colores…
Cuentan que, algunos años después, un pastor trajo al arzobispo una flor hasta entonces nunca vista, en la cual se veían figurados todos los atributos del martirio del Salvador; flor extraña y misteriosa que había crecido y enredado sus tallos por entre los ruinosos muros de la derruida iglesia.
Cavando en aquel lugar y tratando de inquirir el origen de aquella maravilla, añaden que se halló el esqueleto de una mujer, y enterrados con él otros tantos atributos divinos como la flor tenía.
El cadáver, aunque nunca se pudo averiguar de quién era, se conservó por largos años con veneración especial en la ermita de San Pedro el Verde, y la flor, que hoy se ha hecho bastante común, se llama Rosa de Pasión.

22 de diciembre.
En el 149º aniversario de la muerte de Gustavo Adolfo Bécquer (1836-1870).


Gustavo Adolfo Claudio Domínguez Bastida nacido en Sevilla (España) un 17 de febrero de 1836.
Fallece en Madrid (España) el 22 de diciembre de 1870,​ más conocido como Gustavo Adolfo Bécquer.

lunes, 16 de diciembre de 2019

AMOR, MI GRAN AMOR - ALBERTO CÓRTEZ.-

¿No sabes dónde puse mis anteojos?...
¡Me estoy últimamente distrayendo!...
¿o acaso porque estoy envejeciendo?...
¿Será por el embrujo de tus ojos?
¿A ver, que te parece este poema?...
¿Por qué será que todos mis esquemas
Has visto qué bonita está la tarde...
se rompen solamente con mirarte?...
y un amplio repertorio de manías.
Son muchos ya los años que toleras
mis horas de tristeza y de alegría...
la dura realidad y las quimeras
en dicha, nada más con tu presencia.
Convocas mis anhelos y mis versos,
mis gustos, mis amigos, mis ausencias
y tornas los momentos más adversos
en dicha con tu presencia.
Amor, mi gran amor,
y hacia donde voy, cuando me voy...
mi buen amor, mi alero.
Amor, mi venturero amor,
maravilloso amor, te quiero.
Eres mucho más de lo que soy
Amor, inalterable amor,
mi luminoso gran amor.

sábado, 14 de diciembre de 2019

No vale gritar - Gloria Fuertes.

Hay días que el camino se hace difícil,
se estrecha por el sitio de los precipicios
y si llegas al valle te sueltan los toros.
Si estás en casa,
se te cae el techo encima y el alma a los pies.

No vale gritar.
Aquí no hay quien te eche una mano,
y si te descuidas te hacen leña.
No desmayes en el dolor,
que te pisarán al pasar.
Aviva los sentidos,
agudiza la vista,
porque estás rodeado de cazadores.
Quieren cazar el "puesto" que tienes,
el amor, o tan solo la paz.
Amigo, ponte en guardia,
que esto de vivir es peligroso,
que puede venir alguien a pegarte,
y si te dejas...
eres un elegido,
a ti no se te pueden dar consejos!

Gloria Fuertes García fue una popular poeta española incluida en la ‘Generación del 50’, posterior al movimiento literario de la primera generación de posguerra.

miércoles, 11 de diciembre de 2019

Se alquila de Eduarda Damasia Mansilla Ortiz de Rozas de García (1834 - 1892).


Aquí dentro del pecho tengo un cuartito
Y un letrero en la puerta
y un letrero en la puerta
con llanto escrito Desocupado
hable arriba quien quiera será alojado
allí hay fuego allí nunca penetró el hielo
allí corre fuente que lleva al cielo
fuente de encanto
que hace verdad los sueños
néctar el llanto.



Eduarda Mansilla dice Wikipedia "Nació en la ciudad de Buenos Aires, el 11 de diciembre de 1834. Pertenecía a una verdadera élite, tanto en lo social, como en lo político y cultural. Su madre era la hermana menor de Juan Manuel de Rosas: Doña Agustina Ortiz de Rozas quién por su belleza y espiritualidad, mereció el elogio unánime de sus contemporáneos. Su padre fue el general Lucio Norberto Mansilla, importante figura pública. Eduarda era sin dudar, la sobrina predilecta de Rosas y brilló desde niña en la enorme casa de San Benito de Palermo, junto a su prima Manuelita Rosas, a su madre Agustinita y a su hermano, Lucio Victorio Mansilla".

Poema publicado en el sitio: https://campodemaniobras.blogspot.com/

lunes, 9 de diciembre de 2019

Date prisa - Edgar Bayley.

Date prisa
que esta lluvia de hace mil lluvias
y cae triste quebranto en tu costado
cae vana puñalada en tus dos nombre
húmeda pared infancia abierta
dios que me crecía poco a poco
no te olvides entonces del encargue
traenos algo un saxofón una memoria
una forma de esperar a mis hermanos
una luz un rumbo un llanto cierto
un silencio una pestaña un leve día
un espejo maduro la libreta
date prisa no vayas a olvidarte
habla tú que puedes- por nosotros
ven a ayudarnos a cambiarlo todo
hasta las ganas de morir las noches
y transforma el horror en mediodía.

domingo, 8 de diciembre de 2019

Storni por Néstor Tkaczek.

Piensa en Sísifo y en el mito. Ese es un buen resumen para su vida, se dice. Siempre acarreando esa enorme piedra montaña arriba para dejarla caer al valle y vuelta a empezar. Esa misma piedra que ya siendo una adolescente le tocó empujar para subsistir después de que la fortuna familiar se extinguiera como la espuma de este mar que ronca sobre la arena. Le llegan imágenes de Rosario, del magisterio, de su amor por la enseñanza y sobre todo de las letras, de la poesía que comenzó a escribir allá en San Juan, cuando era una niña apenas.
En eso piensa Alfonsina esta madrugada inclemente de octubre y también en el amor, ese que se fue rápido y le dejó a Alejandro y el escarnio de ser madre soltera.
“La inquietud del rosal” fue el primer libro, que mitigó sus penas de recién llegada a Buenos Aires y le abrió camino entre los escritores de la época. Pero también recuerda los comentarios adversos sobre una poesía que dejaba vislumbrar el deseo femenino. “Mis nervios están locos, en las venas/ la sangre hierve, líquido de fuego/ falta a mis labios donde finge luego/ la alegría de todas las verbenas”. Después llegarán más libros y una fama que alivió algunas cargas; pero no la de ser mujer en un mundo de letras dominado por hombres: “Sos un ornitorrinco de las letras”, recuerda que le decía Horacio Quiroga entre risas.
Y la fama trajo una manera nueva de hacer poesía, “me acusaron de oscura, de que no se entendía, no se dieron cuenta que la poesía cambia cuando el poeta cambia, y yo no soy la misma”. Ahora tampoco, hace cinco días acaba de mandar un último poema al diario La Nación, se titula “Voy a dormir” y es toda una premonición. Lo sabe de memoria, repite su comienzo: “Dientes de flores, cofia de rocío,/ manos de hierbas, tú, nodriza fina…”
Ya está, por instinto busca un paraguas y se sonríe. La piedra de Sísifo por fin se detendrá. Está débil y dolorida. Se pone su mejor vestido. Sin prisa cierra la puerta de su habitación, a lo lejos se escucha el sonido embravecido del agua. Ligera, Alfonsina camina hacia el mar.

Palimpsestos. Columna semanal de Néstor Tkaczek publicada en Diario "Río Negro", domingo 8 de diciembre de 2019.

viernes, 6 de diciembre de 2019

Canto a España - José Hierro.-


Oh España, qué vieja y qué seca te veo.

Aún brilla tu entraña como una moneda de plata cubierta de polvo.
Clavel encendido de sueños de fuego.
He visto brillar tus estrellas, quebrarse tu luna en las aguas,
andar a tus hombres descalzos, hiriendo sus pies con tus piedras ardientes.

¿En dónde buscar tu latido: en tus ríos
que se llevan al mar, en sus aguas, murallas y torres de muertas ciudades?
¿En tus playas, con nieblas o sol, circundando de luz tu cintura?
¿En tus gentes errantes que pudren sus vidas por darles dulzor a tus frutos?

Oh España, qué vieja y qué seca te veo.
Quisiera talar con mis manos tus bosques, sembrar de ceniza tus tierras resecas,
arrojar a una hoguera tus viejas hazañas,
dormir con tu sueño y erguirme después, con la aurora,
ya libre del peso que pone en mi espalda la sombra fatal de tu ruina.

Oh España, qué vieja y qué seca te veo.
Quisiera asistir a tu sueño completo,
mirarte sin pena, lo mismo que a luna remota,
hachazo de luz que no hiende los troncos ni pone la llaga en la piedra.

Qué tristes he visto a tus hombres.
Los veo pasar a mi lado, mamar en tu pecho la leche,
comer de tus manos el pan, y sentarse después a soñar bajo un álamo,
dorar con el fuego que abrasa sus vidas, tu dura corteza.
Les pides que pongan sus almas de fiesta.
No sabes que visten de duelo, que llevan a cuestas el peso de tu acabamiento,
que ven impasibles llegar a la muerte tocando sus graves guitarras.

Oh España, qué triste pareces.
Quisiera asistir a tu muerte total, a tu sueño completo,
saber que te hundías de pronto en las aguas, igual que un navío maldito.

Y sobre la noche marina, borrada tu estela,
España, ni en ti pensarías. Ni en mí. Ya extranjero de tierras y días.
Ya libre y feliz, como viento que no halla ni rosa, ni mar, ni molino.
Sin memoria, ni historia, ni edad, ni recuerdos, ni pena...

...en vez de mirarte, oh España, clavel encendido de sueños de llama,
cobre de dura corteza que guarda en su entraña caliente
la vieja moneda de plata, cubierta de olvido, de polvo y cansancio...


miércoles, 4 de diciembre de 2019

Fidelidad - Blas de Otero.-


Creo en el hombre. He visto 

espaldas astilladas a trallazos, 
almas cegadas avanzando a brincos 
(españas a caballo 
del dolor y del hambre). Y he creído. 
Creo en la paz. He visto 
altas estrellas, llameantes ámbitos 
amanecientes, incendiando ríos 
hondos, caudal humano 
hacia otra luz: he visto y he creído. 
Creo en ti, patria. Digo 
lo que he visto: relámpagos 
de rabia, amor en frío, y un cuchillo 
chillando, haciéndose pedazos 
de pan: aunque hoy hay solo sombra, he visto 
y he creído.

lunes, 2 de diciembre de 2019

Tras de un amoroso lance - San Juan de la Cruz (1542-1591).-

Tras de un amoroso lance,
y no de esperanza falto,
volé tan alto, tan alto
que le di a la caza alcance.

Para que yo alcance diese
a aqueste lance divino,
tanto volar me convino
que de vista me perdiese;
y con todo en este trance
en el vuelo quedé falto,
mas el amor fue tan alto
que le di a la caza alcance.

Cuando más alto subía,
deslumbróseme la vista,
y la más fuerte conquista
en oscuro se hacía;
mas por ser de amor el lance,
di un ciego y oscuro salto,
y fui tan alto, tan alto,
que le di a la caza alcance.

Cuanto más alto llegaba
de este lance tan subido,
tanto más bajo y rendido
y abatido me hallaba.
Dije: "No habrá quien alcance".
Abatime tanto, tanto
que fui tan alto, tan alto
que le di a la caza alcance.

Por una extraña manera
mil vuelos pasé de un vuelo
porque esperanza del cielo
tanto alcanza cuanto espera;
esperé solo este lance
y en esperar no fui falto
pues fui tan alto, tan alto,
que le di a la caza alcance.