sábado, 30 de abril de 2016

Romance de la pena negra de Federico García Lorca (Romancero gitano, 1928).


Las piquetas de los gallos 
cavan buscando la aurora, 
cuando por el monte oscuro 
baja Soledad Montoya. 
Cobre amarillo, su carne, 
huele a caballo y a sombra. 
Yunques ahumados sus pechos, 
gimen canciones redondas. 
Soledad: ¿por quién preguntas 
sin compaña y a estas horas? 
Pregunte por quien pregunte, 
dime: ¿a ti qué se te importa? 
Vengo a buscar lo que busco, 
mi alegría y mi persona. 
Soledad de mis pesares, 
caballo que se desboca, 
al fin encuentra la mar 
y se lo tragan las olas. 
No me recuerdes el mar, 
que la pena negra, brota 
en las tierras de aceituna 
bajo el rumor de las hojas. 
¡Soledad, qué pena tienes! 
¡Qué pena tan lastimosa! 
Lloras zumo de limón 
agrio de espera y de boca. 
¡Qué pena tan grande! Corro 
mi casa como una loca, 
mis dos trenzas por el suelo, 
de la cocina a la alcoba. 
¡Qué pena! Me estoy poniendo 
de azabache carne y ropa. 
¡Ay mis camisas de hilo! 
¡Ay mis muslos de amapola! 
Soledad: lava tu cuerpo 
con agua de las alondras, 
y deja tu corazón 
en paz, Soledad Montoya. 
Por abajo canta el río: 
volante de cielo y hojas. 
Con flores de calabaza, 
la nueva luz se corona. 
¡Oh pena de los gitanos! 
Pena limpia y siempre sola. 
¡Oh pena de cauce oculto 
y madrugada remota!

viernes, 29 de abril de 2016

Coplero de don Aledo Luis Meloni, fallecido en enero de 2016 a los 103 años de edad.

La copla llega de pronto,
semeja un golpe de sangre
y luego se va tan libre
que es de todos y de nadie.

Si al corazón de la copla
alguien acerca el oído,
no escuchará nada nuevo
sino su propio latido.

Coplero soy, alma adentro,
una manera de ser
aunque en la copla me encuentro
siempre me vuelvo a perder.

Coplero iluso que busca
dejar desnuda en la arena
por la suerte de una copla
la cicatriz de su huella.

.............................................

Llevo una copla en el alma
igual que un grillo nochero;
yo sé que es muy poca cosa
pero me basta con eso.

Para que lleve en el pulso
el calor que da la vida,
la copla como la sangre
ha de brotar de una herida.

No estoy yo solo en mi copla;
en su juego en su intención,
están todos los que sienten
lo mismo que siento yo.

Cuando se muera el coplero
no lo lloren por llorarlo,
que solo lo llore Dios
si es para resucitarlo.

Zumo de un mismo racimo,
sangre de una misma arteria,
la pena llora por dentro,
la copla canta por fuera.

El corazón de la viña
le da su sangre a la copla;
que solo se vuelve canto
si se hace vino en la boca.

Qué suerte la del coplero
si anclada como una boya,
en el río que lo lleva
queda la luz de su copla.

Cuando un coplero se muere
comienza a andar su memoria,
lo que la muerte le quita
se lo devuelve la copla.

jueves, 28 de abril de 2016

Canción de otoño en primavera de Rubén Darío.


    Juventud, divino tesoro,
    ¡Ya te vas para no volver!
    Cuando quiero llorar, no lloro...
    Y a veces lloro sin querer...


    Plural ha sido la celeste
    Historia de mi corazón.
    Era una dulce niña, en este
    Mundo de duelo y aflicción.


    Miraba como el alba pura;
    Sonreía como una flor.
    Era su cabellera oscura
    Hecha de noche y de dolor.


    Yo era tímido como un niño.
    Ella, naturalmente, fue,
    Para mi amor hecho de armiño,
    Herodías y Salomé...


    Juventud, divino tesoro,
    ¡Ya te vas para no volver...!
    Cuando quiero llorar, no lloro...
    Y a veces lloro sin querer...


    Y más consoladora y más
    Halagadora y expresiva,
    La otra fue más sensitiva
    Cual no pensé encontrar jamás.


    Pues a su continua ternura
    Una pasión violenta unía.
    En un peplo de gasa pura
    Una bacante se envolvía...


    En sus brazos tomó mi ensueño
    Y lo arrulló como a un bebé...
    Y le mató, triste y pequeño,
    Falto de luz, falto de fe...


    Juventud, divino tesoro,
    ¡Te fuiste para no volver!
    Cuando quiero llorar, no lloro...
    Y a veces lloro sin querer...


    Otra juzgó que era mi boca
    El estuche de su pasión;
    Y que me roería, loca,
    Con sus dientes el corazón,


    Poniendo en un amor de exceso
    La mira de su voluntad,
    Mientras eran abrazo y beso
    Síntesis de la eternidad;


    Y de nuestra carne ligera
    Imaginar siempre un Edén,
    Sin pensar que la primavera
    Y la carne acaban también...


    Juventud, divino tesoro,
    ¡Ya te vas para no volver!
    Cuando quiero llorar, no lloro...
    Y a veces lloro sin querer...


    ¡Y las demás! En tantos climas,
    En tantas tierras siempre son,
    Si no pretextos de mis rimas
    Fantasmas de mi corazón.


    En vano busqué a la princesa
    Que estaba triste de esperar.
    La vida es dura. Amarga y pesa.
    ¡Ya no hay princesa que cantar!


    Mas a pesar del tiempo terco,
    Mi sed de amor no tiene fin;
    Con el cabello gris, me acerco
    A los rosales del jardín...


    Juventud, divino tesoro,
    ¡Ya te vas para no volver!
    Cuando quiero llorar, no lloro...
    Y a veces lloro sin querer...

    ¡Mas es mía el alba de oro!
    Félix Rubén García Sarmiento, conocido como Rubén Darío (Metapa, hoy Ciudad Darío, Matagalpa, 18 de enero de 1867-León, 6 de febrero de 1916).

miércoles, 27 de abril de 2016

Carta a Ud. Señora - José Ángel Buesa.


    Según dicen ya tiene usted otro amante.
    Lástima que la prisa nunca sea elegante.
    Yo sé que no es frecuente que una mujer hermosa,
    Se resigne a ser viuda, sin haber sido esposa.


    Y me parece injusto discutirle el derecho
    De compartir sus penas sus goces y su lecho
    Pero el amor señora cuando llega el olvido
    También tiene el derecho de un final distinguido.


    Perdón... Si es que la hiere mi reproche... Perdón
    Aunque sé que la herida no es en el corazón
    Y para perdonarme... Piense si hay más despecho
    Que en lo que yo le digo, que en lo que usted ha hecho.


    Pues sepa que una dama con la espalda desnuda
    Sin luto en una fiesta, puede ser una viuda.
    Pero no como tantas de un difunto señor
    Sino para ella sola, viuda de un gran amor.


    Y nuestro amor recuerdo, fue un amor diferente
    Al menos al principio, ya no, naturalmente.


    Usted será el crepúsculo a la orilla del mar,
    Que según quién lo mire será hermoso o vulgar.
    Usted será la flor que según quién la corta,
    Es algo que no muere o algo que no importa.


    O acaso cierta noche de amor y de locura
    Yo vivía un ensueño y... y usted una aventura.
    Si... usted juró cien veces ser para siempre mía
    Yo besaba sus labios pero no lo creía.


    Usted sabe y perdóneme que en ese juramento
    Influye demasiado la dirección del viento.
    Por eso no me extraña que ya tenga otro amante
    A quien quizás le jure lo mismo en este instante.


    Y como usted señora ya aprendió a ser infiel
    A mí así de repente me da pena por él.


    Sí es cierto... alguna noche su puerta estuvo abierta
    Y yo en otra ventana me olvidé de su puerta
    O una tarde de lluvia se iluminó mi vida
    Mirándome en los ojos de una desconocida.


    Y también es posible que mi amor indolente
    Desdeñara su vaso bebiendo en la corriente.
    Sin embargo señora... Yo con sed o sin sed
    Nunca pensaba en otra... si la besaba a usted.


    Perdóneme de nuevo si le digo estas cosas
    Pero ni los rosales dan solamente rosas.
    Y no digo estas cosas por usted ni por mí
    Sino por... por los amores que terminan así.


    Pero vea señora... qué diferencia había
    Entre usted que lloraba... y yo que sonreía.
    Pues nuestro amor concluye con finales diversos
    Usted besando a otro... Yo escribiendo estos versos.

martes, 26 de abril de 2016

Verde, que te quiero verde de Federico García Lorca.

Verde, que te quiero verde 
de Federico García Lorca.


    Verde, que te quiero verde.
    Verde viento. Verdes ramas.
    El barco sobre la mar
    Y el caballo en la montaña.
    Con la sombra en la cintura
    Ella sueña en su baranda,
    Verde carne, pelo verde,
    Con ojos de fría plata.
    Verde que te quiero verde.


    Bajo la luna gitana,
    Las cosas la están mirando
    Y ella no puede mirarlas.


    Verde, que te quiero verde.
    Grandes estrellas de escarcha
    Vienen con el pez de sombra
    Que abre el camino del alba.
    La higuera frota su viento
    Con la lija de sus ramas,
    Y el monte, gato garduño,
    Eriza sus pitas agrias.
    Pero, ¿quién vendrá? ¿Y por dónde?
    Ella sigue en su baranda,
    Verde carne, pelo verde,
    Sonando en la mar amarga.


    -Compadre, quiero cambiar
    Mi caballo por su casa,
    Mi montaña por su espejo,
    Mi cuchillo por su manta.
    Compadre, vengo sangrando,
    Desde los puertos de Cabra.
    -Si yo pudiera, mocito,
    Este trato se cerraba.
    Pero yo ya no soy yo
    Ni mi casa es ya mi casa.
    -Compadre, quiero morir
    Decentemente en mi cama.
    De acero, si puede ser,
    Con las sábanas de Holanda.
    ¿No ves la herida que tengo
    Desde el pecho a la garganta?
    -Trescientas rosas morenas
    Lleva tu pechera blanca.
    Tu sangre rezuma y huele
    Alrededor de tu faja.
    Pero yo ya no soy yo,
    Ni mi casa es ya mi casa.
    -Dejadme subir al menos
    Hasta las altas barandas,
    ¡Dejadme subir!, dejadme,
    Hasta las verdes barandas.
    Barandales de la luna
    Por donde retumba el agua.


    Ya suben los dos compadres
    Hacia las altas barandas.
    Dejando un rastro de sangre.
    Dejando un rastro de lágrimas.
    Temblaban en los tejados
    Farolillos de hojalata.
    Mil panderos de cristal
    Herían la madrugada.


    Verde, que te quiero verde,
    Verde viento, verdes ramas.
    Los dos compadres subieron.
    El largo viento dejaba
    En la boca un raro gusto
    De hiel, de menta y de albahaca.
    -¡Compadre! ¿Dónde está, dime,
    Dónde está tu niña amarga?
    ¡Cuántas veces te esperó!
    ¡Cuántas veces te esperara,
    Cara fresca, negro pelo,
    En esta verde baranda!
    Sobre el rostro del aljibe
    Se mecía la gitana.


    Verde carne, pelo verde,
    Con ojos de fría plata.
    Un carámbano de luna
    La sostiene sobre el agua.
    La noche se puso íntima
    Como una pequeña plaza.
    Guardias civiles borrachos
    En la puerta golpeaban.
    Verde, que te quiero verde.
    Verde viento. Verdes ramas.
    El barco sobre la mar.
    Y el caballo en la montaña.

lunes, 25 de abril de 2016

Él, ella o ellos: ¿quién fue William Shakespeare?

LA VERDADERA IDENTIDAD DE WILLIAM SHAKESPEARE SIGUE SUSCITANDO TEORÍAS A 400 AÑOS DE SU MUERTE, QUE VAN DESDE EL RECONOCIMIENTO PLENO AL AUTOR Y DRAMATURGO ÚNICO QUE PUDO CONDENSAR EL ESPÍRITU DE UNA ÉPOCA Y SE VOLVIÓ UNIVERSAL, PASANDO POR EL ESCRITOR CON SEUDÓNIMO Y HASTA "UNA IDEA MÁS BIEN CAPITALISTA TARDÍA SOBRE LO CREATIVO", QUE APUESTA A LA EXISTENCIA DE UN POOL DE ESCRITORES CONFORMANDO UNA OBRA VASTA Y DIVERSA.


Si el poeta y dramaturgo más leído e interpretado de Occidente pudo no haber sido el modesto hijo de un comerciante venido a menos, criado en un hogar casi analfabeto de Statford upon Avon (allí nació en 1554) y con acceso a la corte de Isabel de Inglaterra es un debate que, por momentos, adquiere ribetes detectivescos.

"A esta altura del partido la persona Shakespeare no es importante, lo que importa es esa obra llamada Shakespeare -dice a Télam el dramaturgo Rubén Szuchmacher. El tema es relevante en cuanto a la historiografía, pero no en términos del teatro o la literatura: su obra es muy vasta y de muy diferente carácter. De pronto tiene una pureza lírica increíble, de pronto una chabacanería notable. Y eso es lo fantástico. La idea de que sean muchas personas sirve a quienes no toleran esa diversidad concentrada en un sólo individuo".

La idea del colectivo de autores fue alimentada por filmes como "Anonymous"; aunque esa teoría fue desestimada en libros como "Shakespeare más allá de toda duda", de los catedráticos Paul Edmondson y Stanley Wells, con datos históricos sobre la identidad del dramaturgo; y ampliada en investigaciones como las de la Universidad Oxford, donde se comprobó que obras como "Bien está lo que bien acaba" fueron escritas en colaboración, en este caso, junto a Thomas Middleton.

Sin embargo, cómo pudo un plebeyo criado en una familia casi analfabeta convertirse en el escritor más renombrado de la lengua inglesa, vincularse con la nobleza y poseer los conocimientos legales, históricos y matemáticos que muestran sus obras es la cuestión para quienes creen que Shakespeare podría haber sido un alias.

Esas especulaciones se apoyaron además en "los años perdidos" del poeta, entre 1580 y 1592, período sin documentación sobre su vida en el cual aparece vinculado a Christopher Marlowe, escritor famoso de la época que murió en 1593 en una pelea acusado de ateísmo, aunque versiones más fantasiosas aseguran que simuló su muerte en un duelo para escapar de sus acreedores y tomó a partir de ese año el nombre de Shakespeare.

El nombre de Amelia Bassano Lanier constituye quizá el devaneo más curioso de esta deconstrucción identitaria que ya lleva cuatro siglos: el inglés, varón y cristiano sería italiana, mujer y judía según el estudioso John Hudson, quien señala similitudes entre la obra de la poeta y la del creador de "Otelo", "Hamlet" y "Romeo y Julieta".

Para Szuchmacher, probablemente se piensan estas posibilidades "porque dentro de su misma obra hay gran diversidad, diferentes estilos, como si hubiera muchos autores, pero esto no le pasa sólo a Shakespeare, sino a muchos escritores que cuentan con una obra diversa". "Personalmente creo que existió un único Shakespeare, ya hay suficientes documentos acerca de eso, pero aunque no lo fuera, me gusta la idea de que en una misma persona hay aspectos tan divergentes", agrega el también actor, director de teatro, regisseur y docente argentino.

La idea del colectivo, en tanto, le parece que proviene "de creer que la gente es más parecida o una sola cosa, alguien hace esto, el otro hace lo otro y todos juntos hacen algo llamado Shakespeare". "La película 'Anonymous' me pareció fea, horrible y pretensiosa. Una intriga policial interesante, pero el problema es cuando empieza a aparecer como una hipótesis real sobre Shakespeare, cuando se empieza a tratar de no reconocer que un sujeto en algún momento de la historia pudo sintetizar muchas cosas".

"En ese sentido la casuística ha hecho del 23 de abril algo muy particular", asevera Szuchmacher. "Lo más probable es que no sea cierto, pero esto sí que no importa, porque está bueno que los dos grandes de la literatura inglesa y española, Shakespeare y Cervantes, hayan muerto el mismo día y por lo tanto se celebre algo".

domingo, 24 de abril de 2016

Shakespeare patagónico.Un genio bajo la mirada sureña por Alejandro Finzi

En "La tempestad", obra escrita por Shakespeare en 1611, Caliban, el salvaje, evoca a Setebos y vuelve a hacerlo hacia el final del texto. Setebos, el dios patagónico. La criatura a quien temían los tehuelches. Cuando ellos observan a esos maltrechos españoles de Magallanes que desembarcan en las playas santacruceñas creen que están frente al mismo demonio.
Casi concluyendo, en el acto IV, Próspero (que no es otro que el mismo dramaturgo) nos dice: "estos actores, estos espíritus se han disipado en el aire…." "estamos hechos de la materia de los sueños y nuestra breve existencia se acaba como un sueño". Shakespeare se está despidiendo. Ya puede regresar a Stratford, donde nació. Todavía hoy es un pueblo chico, uno hasta puede encontrarse por ahí con sus parientes: los cisnes, que nadan en el río Avon y que se pierden en el atardecer, por debajo de los puentes.
A los dieciocho años William se había ido, con las cacerolas de Ana, su mujer, volándole por la cabeza, buscando un mejor destino para su familia. Tal vez antes de llegar a Londres se haya detenido en Oxford para estudiar. Pero nada se sabe a ciencia cierta de aquellos años juveniles, antes que sus textos comenzaran a iluminar el cielo de Inglaterra. Conjeturas. Misterio. Uno lo puede imaginar, entre el público, viendo a Edward Alleyn, el actor, interpretar a uno de los grandes personajes de Christopher Marlowe, Tamerlán, y terminando, conmovido, por decidir su futuro.
Lo que aprendió Shakespeare para llegar a ser el más grande de los dramaturgos, lo descubrió en los arrabales, escuchando las historias del pueblo en sus inflexiones idiomáticas. Su gran verso, su descomunal fuerza lírica, reproduce el golpeteo rítmico del corazón de cada cual: así habla John Falstaff y también Miranda, Saturnino, Otello, Próspero, Ricardo III, el Rey Juan, el Rey Lear, Cordelia y sus hermanas, Oberon, Puck, Titania (estos tres últimos convocados por el maestro Alfredo Fidani en Bariloche, en 2014, junto a la banda que habita "Sueño de una noche de verano"). Así hablan Romeo y Julieta y Hamlet. Ellos nos dicen lo que por secreto y vergüenzas, callamos. ¿Qué recordamos? ¿Su muerte? Nos equivocamos: como también ocurre con Cervantes: sus personajes están vivos, son capaces de susurrarnos al oído lo que no nos atrevemos a confesar, son capaces de hacernos escuchar la voz de un dios de nuestra tierra sureña que recorre desde siempre nuestro paisaje.
Shakespeare fue muy ordenado para nacer y para morir, nació un 26 de abril y falleció un 23 del mes de la primavera. Eso sí, murió por glotón, como el rey Enrique VIII. Ese día comió demasiados arenques a la miel y no tuvo ningún reparo con la cerveza. Es que tenía nostalgia de los tiempos en que con sus compañeros trasladaba los pilares de cedro salvados del incendio de El Globo y se detenía a medio camino, en la Posada de las Brujas, para un ligero refrigerio.
Autor: Alejandro Finzi - Dramaturgo y docente de la UNC.
Publicado en el Diario "Río Negro", sábado 23 de abril de 2016.

sábado, 23 de abril de 2016

EL DINERO - EMILIO MENÉNDEZ BARRIOLA.

Áureo disco, sonoro, que embellece la vida,
sugestión rutilante del mundano vaivén;
al tintín armonioso de su danza atrevida
se trasforman hombres y doblegan la sien.

Su poder y virtudes colman toda medida,
pues trasmuta valores con egregio desdén;
es un dios arbitrario de conciencia torcida:
se da al Mal con argucias, con dolores al Bien.

Prodigioso amuleto, brinda locas mercedes;
va sembrando tragedias, cuelga pérfidas redes,
y con guiños aviesos rinde todo a su afán.

Todo, no..., pues hay cosas tan sutiles baluartes,
y jamás don Dinero logrará con sus artes
ni la lira de Apolo ni la flauta de Pan.

viernes, 22 de abril de 2016

Maestro Siruela por Néstor Tkaczek.

Hace ya algún tiempo en una de las columnas (escritas casi siempre bajo la amenaza de la guillotina del cierre de la edición) se deslizó el nombre de un personaje del refranero popular, el maestro Siruela. En mi caso y con la premura de entregar el escrito, y por deformación profesional, si se quiere, deslicé un maestro ciruela con la "c", que rápidamente fue advertido por algunos atentos lectores a quienes les prometí en algún momento hablar del personaje y del equívoco. Cumplo la promesa.
Existe un pequeño poblado en la provincia de Badajoz, llamado Siruela, término que al parecer proviene de la evolución de los antiguos Serreruela y Seruela. El nombre del pueblo ha servido entonces para dar apellido al célebre maestro o bien para indicar su lugar. No hay documentos que confirmen la existencia real de un maestro Siruela, es posible que el refrán haya mencionado al pueblo de Siruela para hacerlo rimar con la palabra escuela.
"Maestro Siruela que no sabe leer y puso escuela" dice una de las variantes del refrán popular que se aplica a todas aquellas personas que pretenden enseñar algo o sostener opiniones aparentemente versadas sobre un tema que en el fondo ignoran. Un versero, un chanta, diríamos hoy. Seguramente vos te habrás cruzado muchas veces con un/a maestro/a Siruela, personaje que se puede ver asiduamente en la multitud de panelistas de la televisión actual.
Pero para complicar las cosas hay otro dicho, aunque no tan popular, pero muy añejo en Castilla, que dice "Sabe más que el Maestro Ciruelo". Acá la significación es bien diferente. Elogiamos a alguien por la amplitud de sus conocimientos aunque también lo podemos utilizar de forma irónica. El dicho tiene su origen en la figura histórica de Pedro Ciruelo, el más importante matemático español del Renacimiento; pero como todo humanista que se precie, Ciruelo era un verdadero erudito en disciplinas tan dispares como filosofía, historia, música, teología y más. De allí su fama.
Así tenemos al Maestro Siruela y al Maestro Ciruelo, al parecer solo los separa una letra, pero en este caso entre la "S" y la "C" hay un abismo.
Publicado en el Diario "Río Negro", jueves 21 de abril de 2016.

jueves, 21 de abril de 2016

CUENTO CORTO DE CARLOS BASABE: " LA DEUDA SALDADA".

La crisis estaba haciendo estragos en España, la clase media y la clase baja viajaban en el mismo vehículo, muchas parejas se separaban porque el dinero separa también los afectos. En un pueblito de Andalucía, un matrimonio que llevaba casi 20 años de casados estaba atravesando una dura crisis económica, José había tenido un accidente de trabajo y como resultado final, terminó perdiendolo. La ayuda fue insuficiente y Marga trataba de aportar alguna entrada extra limpiando casas particulares, la pareja se fue resintiendo y José que quedó con una pequeña discapacidad aceptando que estaba en inferioridad de condiciones.
Marga tenía un carácter muy coloquial y despertaba algunas pasiones a sus 44 años entre los vecinos de aquel pueblo. Su marido seguía cada día buscando un empleo que no llegaba, en cambio el que llegaba puntualmente era el dueño de la vivienda alquilada por la pareja. Hacía 14 meses que no podían pagar la mensualidad que se iba acumulando y don Humedales aparecía con puntualidad Británica cada día 5 de mes a traer el recibo que terminaba encarpetando. Eran las 8 de la mañana de un lunes, cuando el casero llamó al timbre con el recibo en la mano, José y Marga guardaron silencio para que no los descubriera. ¡era cuestión de aguantar unos quince minutos de timbre y como cada mes Humedales daba por finalizada su visita rendido ante la respuesta negativa del matrimonio!, una y otra vez se repitió la llamada, adentro José y Marga trataban de aportar alguna idea de cómo afrontar aquella deuda.
José, luego de pensar una estrategia le dijo a su mujer, ¡ponte la bata roja y hazlo pasar!, luego le cuentas algo y verás que se va conforme!.
Marga se puso la bata y José se metió dentro de una especie de armario de dos hojas que hacía de despensa y que la crisis la mantenía vacía. La mujer entreabrió la puerta y con tono sorprendido le dijo al casero, ¡discúlpeme, pero no lo oía!, ¡pase!, ¡pase!. ¡Si no molesto!, replicó Humedales!, por favor pase adelante y tome asiento. El comedor estaba un poco revuelto por la cena de la noche anterior y Marga le dijo, ¡disculpe el desorden! Es que todavía no he repasado la casa!.
El casero la seguía con la mirada tratando de descubrir algo más de lo que le mostraba la bata. Un poco audaz, Marga le preguntó, ¿quiere una cervecita? ¡es lo único que tengo!, si no es molestia, replicó el casero, (tratando de estar el mayor tiempo posible) ¡por favor!, Usted se merece el cielo don Humedales! ¡muchas gracias y si no le importa puede llamarme Roberto, ese es mi nombre para los amigos!.
Empezaron a repasar lo mal que lo estaban pasando, Marga se había sentado frente a su casero y este estaba turbándose porque se encontró frente a una mujer que además de la falta de dinero, en algún momento le dejó caer que también estaba faltándole algo distinto que la repetición de la rutina diaria no le hacía llegar. ¡Usted es jóven!, le soltó el casero, en cambio yo ya he vivido mucho y mi mujer solo piensa en tratar de alcanzar un día más. Las confidencias las soportaba José desde el interior de la despensita, hasta que llegaron a contarse animosamente como habían sido de jóvenes.
Humedales estaba convencido que la conversación llevaba el rumbo que el deseaba. En un momento y armándose de coraje, giró la charla hacia los meses de alquiler que tenían retrasados y con cierto desparpajo le dijo; ¡tu sabes Marga que yo soy muy paciente y nunca les he reprochado la deuda, pero creo que esto se está yendo de las manos!. Marga tratando de distraer la conversación dejó que la bata le dejara ver al casero sus piernas blancas y suaves. José no perdía palabra desde su escondite, pero dejarse ver a esa altura de la charla era mostrarse ruin y farsante.
Marga le dijo que la bondad tenía recompensa en la vida y que seguramente en cualquier momento tendría la oportunidad de salir adelante y saldar esa deuda que la mortificaba. ¡Tu debes saber Marga, que en la vida hay veces que uno puede tomar decisiones heroicas para continuar el camino!. No es esta mi forma de actuar, y tu lo sabes bien, siempre te he respetado mucho!, pero hoy me siento distinto. ¡Tu puedes darme una alegría como hace muchos años no recibo, y yo puedo olvidarme de ese montón de recibos que se van acumulando!. Marga lo miraba asombrada y al mismo tiempo empezaba a admirar su coraje repentino. La escena estaba al completo, José mudo testigo de aquellas conversaciones apretó los dientes y esperó con paciencia que resultado tomaría el final, por un lado sintió una especie de rencor y ultraje contenido, mientras que por otro lado, ante la posibilidad de una salida forzada la propuesta le llegó a parecer no tan agresiva, también calculó el peso multiplicado de la deuda, y que si podía soportar ese primer embate, quizá con el tiempo lograría olvidarlo o justificarlo para ser solo un mal recuerdo. Humedales se paró, dejó un espacio para que Marga decidiera si tomaba la puerta de salida o la que lo llevaba al dormitorio matrimonial, ella sin decir nada, desanudó el cinturón de su bata y la dejó caer, se giró hacia la puerta del dormitorio y sin decir una sola palabra, el casero entendió que estaba aceptada su propuesta, la cara se le empezó a calentar viendo ese cuerpo turgente y armónico que caminaba lentamente hacia una cama de matrimonio. Desandaron el poquito trecho uno detrás del otro y José se colocó en posición fetal para llevarse las manos a la cara. Poco tardó Humedales para salir de la habitación, en sus manos jugaban un tocho de recibos arrugados que dejó sobre una esquina de la mesa, la puerta se cerró detrás del casero y adentro de la casa se abrió la puerta de la despensita que había escondido a José. Se miraron con cierto gesto de complicidad entendida y nunca más volvieron a mencionar aquella mañana que comenzó con el timbre de la puerta.

miércoles, 20 de abril de 2016

LA CIUDAD DE CAÍN - EMILIO SOSA LÓPEZ.

LA CIUDAD DE CAÍN.



Tanto es igual la sombra como el día, o el día enlutado, 
o el viento que gime en las esquinas o el lobo del hambre. 
¿Por qué odiar entonces al semejante, por qué temer 
sus máquinas infernales, domesticadas con botones 
y sexos, sus agrios tufos de pasiones a pila, 
si el hombre sólo ama la soledad de su dios y mata 
para estar solo y estar en paz consigo mismo 
y con su bestia? 
Dios vuelve por él a los altares con sigilo de tigre 
y allí se instala ante el silencio de su criatura degradada. 
¿Por qué odiar el crimen o el sacrificio 
a los altivos númenes de la destrucción, 
si dulce es la sangre para las estadísticas del miedo 
y es convincente el giro de la diaria proclama y 
todo está bien dentro del círculo 
y es terror el deleite del sol que flamea 
como estandarte del sagrado tirano? 
Los aplausos son ramas feraces en la viña del pueblo. 
¿A qué aguardar otra condenación 
si Dios es hombre para el hombre y bestia 
para la bestia humana 
y magia para la máquina de estado que gobierna sin límites? 
Porque otra cosa hubiese sido que muriese 
con la sangre de la primera víctima, 
pero el dios es eterno como el hombre 
y cuando mata es Dios el que mata por él y si se acopla 
es Dios quien baja a alimentarse de su propio rebaño. 
El tirano sonríe complacido 
ante la multitud del gran dios hecho hombre, 
y sonríe también 
ante la multitud de la bestia hecha hombre. 
Y el error nunca importa pues hay tiempo de sobra 
para rehacer el reino hasta el fin de la tierra. 
--Y aquí la duda, ya que no se concibe fin alguno 
para la gloria de lo que está hecho. 

martes, 19 de abril de 2016

RESERO - ERNESTO CASTANY.

Este oficio me vino con la vida
y aquí estoy entre guampas y mugidos:
pura paciencia, un nudo de silbidos
y en la soledad por siempre repetida.

Mi mundo es esta pampa repartida
entre leguas y pueblos parecidos:
un llegar, un contar de sucedidos,
y otra vez el adiós y la partida.

Y así, cara al invierno y al verano,
en lento viaje de un marchar conmigo
con polvo o barro mi destino aferro.

Y en este andar sin tregua por el llano,
la nostalgia me sigue como un perro
y es un caballo mi mejor amigo.
Ernesto Castany, periodista, ensayista y poeta autor de obras como “Milicia”, “Los cantos fraternales”, “Mario Bravo, poeta”, “El comandante Manuel Prado, vecino de Burzaco” y   “Miguel Diomede, el pintor del silencio”.

domingo, 17 de abril de 2016

17 DE ABRIL DE 2014: FALLECE EN MÉXICO, A LOS 87 AÑOS, GABRIEL GARCÍA MÁRQUEZ.- Cien años de soledad de Gabriel García Márquez - Fragmento.

Una América entera tuvo voz en tu voz.
Muchos años después, frente al pelotón de fusilamiento, el coronel Aureliano Buendía había de recordar aquella tarde remota en que su padre lo llevó a conocer el hielo. Macondo era entonces una aldea de veinte casas de barro y cañabrava construidas a la orilla de un río de aguas diáfanas que se precipitaban por un lecho de piedras pulidas, blancas y enormes como huevos prehistóricos. El mundo era tan reciente, que muchas cosas carecían de nombre, y para mencionarlas había que señalarlas con el dedo. Todos los años, por el mes de marzo, una familia de gitanos desarrapados plantaba su carpa cerca de la aldea, y con un grande alboroto de pitos y timbales daban a conocer los nuevos inventos. Primero llevaron el imán. Un gitano corpulento, de barba montaraz y manos de gorrión, que se presentó con el nombre de Melquíades, hizo una truculenta demostración pública de lo que él mismo llamaba la octava maravilla de los sabios alquimistas de Macedonia. Fue de casa en casa arrastrando dos lingotes metálicos, y todo el mundo se espantó al ver que los calderos, las pailas, las tenazas y los anafes se caían de su sitio, y las maderas crujían por la desesperación de los clavos y los tornillos tratando de desenclavarse, y aun los objetos perdidos desde hacía mucho tiempo aparecían por donde más se les había buscado, y se arrastraban en desbandada turbulenta detrás de los fierros mágicos de Melquíades. "Las cosas tienen vida propia -pregonaba el gitano con áspero acento-, todo es cuestión de despertarles el ánima." José Arcadio Buendía, cuya desaforada imaginación iba siempre más lejos que el ingenio de la naturaleza, y aun más allá del milagro y la magia, pensó que era posible servirse de aquella invención inútil para desentrañar el oro de la tierra. Melquíades, que era un hombre honrado, le previno: "Para eso no sirve." Pero José Arcadio Buendía no creía en aquel tiempo en la honradez de los gitanos, así que cambió su mulo y una partida de chivos por los dos lingotes imantados. Úrsula Iguarán, su mujer, que contaba con aquellos animales para ensanchar el desmedrado patrimonio doméstico, no consiguió disuadirlo. "Muy pronto ha de sobrarnos oro para empedrar la casa", replicó su marido. Durante varios meses se empeñó en demostrar el acierto de sus conjeturas. Exploró palmo a palmo la región, inclusive el fondo del río, arrastrando los dos lingotes de hierro y recitando en voz alta el conjuro de Melquíades. Lo único que logró desenterrar fue una armadura del siglo xv con todas sus partes soldadas por un cascote de óxido, cuyo interior tenía la resonancia hueca de un enorme calabazo lleno de piedras. Cuando José Arcadio Buendía y los cuatro hombres de su expedición lograron desarticular la armadura, encontraron dentro un esqueleto calcificado que llevaba colgado en el cuello un relicario de cobre con un rizo de mujer.
En marzo volvieron los gitanos. Esta vez llevaban un catalejo y una lupa del tamaño de un tambor, que exhibieron como el último descubrimiento de los judíos de Amsterdam. Sentaron una gitana en un extremo de la aldea e instalaron el catalejo a la entrada de la carpa. Mediante el pago de cinco reales, la gente se asomaba al catalejo y veía a la gitana al alcance de su mano. "La ciencia ha eliminado las distancias", pregonaba Melquíades. "Dentro de poco, el hombre podrá ver lo que ocurre en cualquier lugar de la tierra, sin moverse de su casa." Un mediodía ardiente hicieron una asombrosa demostración con la lupa gigantesca: pusieron un montón de hierba seca en mitad de la calle y le prendieron fuego mediante la concentración de los rayos solares. José Arcadio Buendía, que aún no acababa de consolarse por el fracaso de sus imanes, concibió la idea de utilizar aquel invento como un arma de guerra. Melquíades, otra vez, trató de disuadirlo. Pero terminó por aceptar los dos lingotes imantados y tres piezas de dinero colonial a cambio de la lupa. Úrsula lloró de consternación. Aquel dinero formaba parte de un cofre de monedas de oro que su padre había acumulado en toda una vida de privaciones, y que ella había enterrado debajo de la cama en espera de una buena ocasión para invertirlas. José Arcadio Buendia no trató siquiera de consolarla, entregado por entero a sus experimentos tácticos con la abnegación de un científico y aun a riesgo de su propia vida. Tratando de demostrar los efectos de la lupa en la tropa enemiga, se expuso él mismo a la concentración de los rayos solares y sufrió quemaduras que se convirtieron en úlceras y tardaron mucho tiempo en sanar. Ante las protestas de su mujer, alarmada por tan peligrosa inventiva, estuvo a punto de incendiar la casa. Pasaba largas horas en su cuarto, haciendo cálculos sobre las posibilidades estratégicas de su arma novedosa, hasta que logró componer un manual de una asombrosa claridad didáctica y un poder de convicción irresistible. Lo envió a las autoridades acompañado de numerosos testimonios sobre sus experiencias y de varios pliegos de dibujos explicativos, al cuidado de un mensajero que atravesó la sierra, se extravió en pantanos desmesurados, remontó ríos tormentosos y estuvo a punto de perecer bajo el azote de las fieras, la desesperación y la peste, antes de conseguir una ruta de enlace con las mulas del correo. A pesar de que el viaje a la capital era en aquel tiempo poco menos que imposible, José Arcadio Buendía prometía intentarlo tan pronto como se lo ordenara el gobierno, con el fin de hacer demostraciones prácticas de su invento ante los poderes militares, y adiestrarlos personalmente en las complicadas artes de la guerra solar. Durante varios años esperó la respuesta. Por último, cansado de esperar, se lamentó ante Melquíades del fracaso de su iniciativa, y el gitano dio entonces una prueba convincente de honradez: le devolvió los doblones a cambio de la lupa, y le dejó además unos mapas portugueses y varios instrumentos de navegación. De su puño y letra escribió una apretada síntesis de los estudios del monje Hermann, que dejó a su disposición para que pudiera servirse del astrolabio, la brújula y el sextante. José Arcadio Buendía pasó los largos meses de lluvia encerrado en un cuartito que construyó en el fondo de la casa para que nadie perturbara sus experimentos. Habiendo abandonado por completo las obligaciones domésticas, permaneció noches enteras en el patio vigilando el curso de los astros, y estuvo a punto de contraer una insolación por tratar de establecer un método exacto para encontrar el mediodía. Cuando se hizo experto en el uso y manejo de sus instrumentos, tuvo una noción del espacio que le permitió navegar por mares incógnitos, visitar territorios deshabitados y trabar relación con seres espléndidos, sin necesidad de abandonar su gabinete. Fue esa la época en que adquirió el hábito de hablar a solas, paseándose por la casa sin hacer caso de nadie, mientras Úrsula y los niños se partían el espinazo en la huerta cuidando el plátano y la malanga, la yuca y el ñame, la ahuyama y la berenjena. De pronto, sin ningún anuncio, su actividad febril se interrumpió y fue sustituida por una especie de fascinación. Estuvo varios días como hechizado, repitiéndose a si mismo en voz baja un sartal de asombrosas conjeturas, sin dar crédito a su propio entendimiento. Por fin, un martes de diciembre, a la hora del almuerzo, soltó de un golpe toda la carga de su tormento. Los niños habían de recordar por el resto de su vida la augusta solemnidad con que su padre se sentó a la cabecera de la mesa, temblando de fiebre, devastado por la prolongada vigilia y por el encono de su imaginación, y les reveló su descubrimiento:
-La tierra es redonda como una naranja.
Úrsula perdió la paciencia. "Si has de volverte loco, vuélvete tú solo", gritó. "Pero no trates de inculcar a los niños tus ideas de gitano." José Arcadio Buendía, impasible, no se dejó amedrentar por la desesperación de su mujer, que en un rapto de cólera le destrozó el astrolabio contra el suelo. Construyó otro, reunió en el cuartito a los hombres del pueblo y les demostró, con teorías que para todos resultaban incomprensibles, la posibilidad de regresar al punto de partida navegando siempre hacia el Oriente. Toda la aldea estaba convencida de que José Arcadio Buendía había perdido el juicio, cuando llegó Melquíades a poner las cosas en su punto. Exaltó en público la inteligencia de aquel hombre que por pura especulación astronómica había construido una teoría ya comprobada en la práctica, aunque desconocida hasta entonces en Macondo, y como una prueba de su admiración le hizo un regalo que había de ejercer una influencia terminante en el futuro de la aldea: un laboratorio de alquimia.
Para esa época, Melquíades había envejecido con una rapidez asombrosa. En sus primeros viajes parecía tener la misma edad de José Arcadio Buendía. Pero mientras éste conservaba su fuerza descomunal, que le permitía derribar un caballo agarrándolo por las orejas, el gitano parecía estragado por una dolencia tenaz. Era, en realidad, el resultado de múltiples y raras enfermedades contraídas en sus incontables viajes alrededor del mundo. Según él mismo le contó a José Arcadio Buendía mientras lo ayudaba a montar el laboratorio, la muerte lo seguía a todas partes, husmeándole los pantalones, pero sin decidirse a darle el zarpazo final. Era un fugitivo de cuantas plagas y catástrofes habían flagelado al género humano. Sobrevivió a la pelagra en Persia, al escorbuto en el archipiélago de Malasia, a la lepra en Alejandría, al beriberi en el Japón, a la peste bubónica en Madagascar, al terremoto de Sicilia y a un naufragio multitudinario en el estrecho de Magallanes. Aquel ser prodigioso que decía poseer las claves de Nostradamus, era un hombre lúgubre, envuelto en un aura triste, con una mirada asiática que parecía conocer el otro lado de las cosas. Usaba un sombrero grande y negro, como las alas extendidas de un cuervo, y un chaleco de terciopelo patinado por el verdín de los siglos. Pero a pesar de su inmensa sabiduría y de su ámbito misterioso, tenía un peso humano, una condición terrestre que lo mantenía enredado en los minúsculos problemas de la vida cotidiana. Se quejaba de dolencias de viejo, sufría por los más insignificantes percances económicos y había dejado de reír desde hacía mucho tiempo, porque el escorbuto le había arrancado los dientes. El sofocante mediodía en que reveló sus secretos, José Arcadio Buendía tuvo la certidumbre de que aquel era el principio de una grande amistad. Los niños se asombraron con sus relatos fantásticos. Aureliano, que no tenía entonces más de cinco años, había de recordarlo por el resto de su vida como lo vio aquella tarde, sentado contra la claridad metálica y reverberante de la ventana, alumbrando con su profunda voz de órgano los territorios más oscuros de la imaginación, mientras chorreaba por sus sienes la grasa derretida por el calor. José Arcadio, su hermano mayor, había de transmitir aquella imagen maravillosa, como un recuerdo hereditario, a toda su descendencia. Úrsula, en cambio, conservó un mal recuerdo de aquella visita, porque entró al cuarto en el momento en que Melquíades rompió por distracción un frasco de bicloruro de mercurio.
-Es el olor del demonio -dijo ella.
-En absoluto -corrigió Melquíades-. Está comprobado que el demonio tiene propiedades sulfúricas, y esto no es más que un poco de solimán.
Siempre didáctico, hizo una sabia exposición sobre las virtudes diabólicas del cinabrio, pero Úrsula no le hizo caso, sino que se llevó los niños a rezar. Aquel olor mordiente quedaría para siempre en su memoria, vinculado al recuerdo de Melquíades.
El rudimentario laboratorio -sin contar una profusión de cazuelas, embudos, retortas, filtros y coladores- estaba compuesto por un atanor primitivo; una probeta de cristal de cuello largo y angosto, imitación del huevo filosófico, y un destilador construido por los propios gitanos según las descripciones modernas del alambique de tres brazos de María la judía. Además de estas cosas, Melquíades dejó muestras de los siete metales correspondientes a los siete planetas, las fórmulas de Moisés y Zósimo para el doblado del oro, y una serie de apuntes y dibujos sobre los procesos del Gran Magisterio, que permitían a quien supiera interpretarlos intentar la fabricación de la piedra filosofal. Seducido por la simplicidad de las fórmulas para doblar el oro, José Arcadio Buendía cortejó a Úrsula durante varias semanas, para que le permitiera desenterrar sus monedas coloniales y aumentarlas tantas veces como era posible subdividir el azogue. Úrsula cedió, como ocurría siempre, ante la inquebrantable obstinación de su marido. Entonces José Arcadio Buendía echó treinta doblones en una cazuela, y los fundió con raspadura de cobre, oropimente, azufre y plomo. Puso a hervir todo a fuego vivo en un caldero de aceite de ricino hasta obtener un jarabe espeso y pestilente más parecido al caramelo vulgar que al oro magnífico. En azarosos y desesperados procesos de destilación, fundida con los siete metales planetarios, trabajada con el mercurio hermético y el vitriolo de Chipre, y vuelta a cocer en manteca de cerdo a falta de aceite de rábano, la preciosa herencia de Úrsula quedó reducida a un chicharrón carbonizado que no pudo ser desprendido del fondo del caldero.
Cuando volvieron los gitanos, Úrsula había predispuesto contra ellos a toda la población. Pero la curiosidad pudo más que el temor, porque aquella vez los gitanos recorrieron la aldea haciendo un ruido ensordecedor con toda clase de instrumentos músicos, mientras el pregonero anunciaba la exhibición del más fabuloso hallazgo de los nasciancenos. De modo que todo el mundo se fue a la carpa, y mediante el pago de un centavo vieron un Melquíades juvenil, repuesto, desarrugado, con una dentadura nueva y radiante. Quienes recordaban sus encías destruidas por el escorbuto, sus mejillas fláccidas y sus labios marchitos, se estremecieron de pavor ante aquella prueba terminante de los poderes sobrenaturales del gitano. El pavor se convirtió en pánico cuando Melquíades se sacó los dientes, intactos, engastados en las encías, y se los mostró al público por un instante -un instante fugaz en que volvió a ser el mismo hombre decrépito de los años anteriores- y se los puso otra vez y sonrió de nuevo con un dominio pleno de su juventud restaurada. Hasta el propio José Arcadio Buendía consideró que los conocimientos de Melquíades habían llegado a extremos intolerables, pero experimentó un saludable alborozo cuando el gitano le explicó a solas el mecanismo de su dentadura postiza. Aquello le pareció a la vez tan sencillo y prodigioso, que de la noche a la mañana perdió todo interés en las investigaciones de alquimia; sufrió una nueva crisis de mal humor, no volvió a comer en forma regular y se pasaba el día dando vueltas por la casa. "En el mundo están ocurriendo cosas increíbles", le decía a Úrsula. "Ahí mismo, al otro lado del río, hay toda clase de aparatos mágicos, mientras nosotros seguimos viviendo como los burros." Quienes lo conocían desde los tiempos de la fundación de Macondo, se asombraban de cuánto había cambiado bajo la influencia de Melquíades.
Al principio, José Arcadio Buendía era una especie de patriarca juvenil, que daba instrucciones para la siembra y consejos para la crianza de niños y animales, y colaboraba con todos, aun en el trabajo físico, para la buena marcha de la comunidad. Puesto que su casa fue desde el primer momento la mejor de la aldea, las otras fueron arregladas a su imagen y semejanza. Tenía una salita amplia y bien iluminada, un comedor en forma de terraza con flores de colores alegres, dos dormitorios, un patio con un castaño gigantesco, un huerto bien plantado y un corral donde vivían en comunidad pacífica los chivos, los cerdos y las gallinas. Los únicos animales prohibidos no sólo en la casa, sino en todo el poblado, eran los gallos de pelea.
La laboriosidad de Úrsula andaba a la par con la de su marido. Activa, menuda, severa, aquella mujer de nervios inquebrantables, a quien en ningún momento de su vida se la oyó cantar, parecía estar en todas partes desde el amanecer hasta muy entrada la noche, siempre perseguida por el suave susurro de sus pollerines de olán. Gracias a ella, los pisos de tierra golpeada, los muros de barro sin encalar, los rústicos muebles de madera construidos por ellos mismos estaban siempre limpios, y los viejos arcones donde se guardaba la ropa exhalaban un tibio olor de albahaca.
José Arcadio Buendía, que era el hombre más emprendedor que se vería jamás en la aldea, había dispuesto de tal modo la posición de las casas, que desde todas podía llegarse al río y abastecerse de agua con igual esfuerzo, y trazó las calles con tan buen sentido que ninguna casa recibía más sol que otra a la hora del calor. En pocos años, Macondo fue una aldea más ordenada y laboriosa que cualquiera de las conocidas hasta entonces por sus 300 habitantes. Era en verdad una aldea feliz, donde nadie era mayor de treinta años y donde nadie había muerto.
Desde los tiempos de la fundación, José Arcadio Buendía construyó trampas y jaulas. En poco tiempo llenó de turpiales, canarios, azulejos y petirrojos no sólo la propia casa, sino todas las de la aldea. El concierto de tantos pájaros distintos llegó a ser tan aturdidor, que Úrsula se tapó los oídos con cera de abejas para no perder el sentido de la realidad. La primera vez que llegó la tribu de Melquíades vendiendo bolas de vidrio para el dolor de cabeza, todo el mundo se sorprendió de que hubieran podido encontrar aquella aldea perdida en el sopor de la ciénaga, y los gitanos confesaron que se habían orientado por el canto de los pájaros.
Aquel espíritu de iniciativa social desapareció en poco tiempo, arrastrado por la fiebre de los imanes, los cálculos astronómicos, los sueños de trasmutación y las ansias de conocer las maravillas del mundo. De emprendedor y limpio, José Arcadio Buendía se convirtió en un hombre de aspecto holgazán, descuidado en el vestir, con una barba salvaje que Úrsula lograba cuadrar a duras penas con un cuchillo de cocina. No faltó quien lo considerara víctima de algún extraño sortilegio. Pero hasta los más convencidos de su locura abandonaron trabajo y familias para seguirlo, cuando se echó al hombro sus herramientas de desmontar, y pidió el concurso de todos para abrir una trocha que pusiera a Macondo en contacto con los grandes inventos.
José Arcadio Buendía ignoraba por completo la geografía de la región. Sabía que hacia el oriente estaba la sierra impenetrable, y al otro lado de la sierra la antigua ciudad de Riohacha, donde en épocas pasadas -según le había contado el primer Aureliano Buendía, su abuelo- Sir Francis Drake se daba al deporte de cazar caimanes a cañonazos, que luego hacía remendar y rellenar de paja para llevárselos a la reina Isabel. En su juventud, él y sus hombres, con mujeres y niños y animales y toda clase de enseres domésticos, atravesaron la sierra buscando una salida al mar, y al cabo de veintiséis meses desistieron de la empresa y fundaron a Macondo para no tener que emprender el camino de regreso. Era, pues, una ruta que no le interesaba, porque sólo podía conducirlo al pasado. Al sur estaban los pantanos, cubiertos de una eterna nata vegetal, y el vasto universo de la ciénaga grande, que según testimonio de los gitanos carecía de límites. La ciénaga grande se confundía al occidente con una extensión acuática sin horizontes, donde había cetáceos de piel delicada con cabeza y torso de mujer, que perdían a los navegantes con el hechizo de sus tetas descomunales. Los gitanos navegaban seis meses por esa ruta antes de alcanzar el cinturón de tierra firme por donde pasaban las mulas del correo. De acuerdo con los cálculos de José Arcadio Buendía, la única posibilidad de contacto con la civilización era la ruta del norte. De modo que dotó de herramientas de desmonte y armas de cacería a los mismos hombres que lo acompañaron en la fundación de Macondo; echó en una mochila sus instrumentos de orientación y sus mapas, y emprendió la temeraria aventura.
Los primeros días no encontraron un obstáculo apreciable. Descendieron por la pedregosa ribera del río hasta el lugar en que años antes habían encontrado la armadura del guerrero, y allí penetraron al bosque por un sendero de naranjos silvestres. Al término de la primera semana, mataron y asaron un venado, pero se conformaron con comer la mitad y salar el resto para los próximos días. Trataban de aplazar con esa precaución la necesidad de seguir comiendo guacamayas, cuya carne azul tenía un áspero sabor de almizcle. Luego, durante más de diez días, no volvieron a ver el sol. El suelo se volvió blando y húmedo, como ceniza volcánica, y la vegetación fue cada vez más insidiosa y se hicieron cada vez más lejanos los gritos de los pájaros y la bullaranga de los monos, y el mundo se volvió triste para siempre. Los hombres de la expedición se sintieron abrumados por sus recuerdos más antiguos en aquel paraíso de humedad y silencio, anterior al pecado original, donde las botas se hundían en pozos de aceites humeantes y los machetes destrozaban lirios sangrientos y salamandras doradas. Durante una semana, casi sin hablar, avanzaron como sonámbulos por un universo de pesadumbre, alumbrados apenas por una tenue reverberación de insectos luminosos y con los pulmones agobiados por un sofocante olor de sangre. No podían regresar, porque la trocha que iban abriendo a su paso se volvía a cerrar en poco tiempo, con una vegetación nueva que casi veían crecer ante sus ojos. "No importa", decía José Arcadio Buendía. "Lo esencial es no perder la orientación." Siempre pendiente de la brújula, siguió guiando a sus hombres hacia el norte invisible, hasta que lograron salir de la región encantada. Era una noche densa, sin estrellas, pero la oscuridad estaba impregnada por un aire nuevo y limpio. Agotados por la prolongada travesía, colgaron las hamacas y durmieron a fondo por primera vez en dos semanas. Cuando despertaron, ya con el sol alto, se quedaron pasmados de fascinación. Frente a ellos, rodeado de helechos y palmeras, blanco y polvoriento en la silenciosa luz de la mañana, estaba un enorme galeón español. Ligeramente volteado a estribor, de su arboladura intacta colgaban las piltrafas escuálidas del velamen, entre jarcias adornadas de orquídeas. El casco, cubierto con una tersa coraza de rémora petrificada y musgo tierno, estaba firmemente enclavado en un suelo de piedras. Toda la estructura parecía ocupar un ámbito propio, un espacio de soledad y de olvido, vedado a los vicios del tiempo y a las costumbres de los pájaros. En el interior, que los expedicionarios exploraron con un fervor sigiloso, no había nada más que un apretado bosque de flores,
El hallazgo del galeón, indicio de la proximidad del mar, quebrantó el ímpetu de José Arcadio Buendía. Consideraba como una burla de su travieso destino haber buscado el mar sin encontrarlo, al precio de sacrificios y penalidades sin cuento, y haberlo encontrado entonces sin buscarlo, atravesado en su camino como un obstáculo insalvable. Muchos años después, el coronel Aureliano Buendía volvió a atravesar a región, cuando era ya una ruta regular del correo, y lo único que encontró de la nave fue el costillar carbonizado en medio de un campo de amapolas. Sólo entonces convencido de que aquella historia no había sido un engendro de la imaginación de su padre, se preguntó cómo había podido el galeón adentrarse hasta ese punto en tierra firme. Pero José Arcadio Buendía no se planteó esa inquietud cuando encontró el mar, al cabo de otros cuatro días de viaje, a doce kilómetros de distancia del galeón. Sus sueños terminaban frente ese mar color de ceniza, espumoso y sucio, que no merecía los riesgos y sacrificios de su aventura.
-¡Carajo! -gritó-. Macondo está rodeado de agua por todas partes.
La idea de un Macondo peninsular prevaleció durante mucho tiempo, inspirada en el mapa arbitrario que dibujó José Arcadio Buendía al regreso de su expedición. Lo trazó con rabia, exagerando de mala fe las dificultades de comunicación, como para castígarse a sí mismo por la absoluta falta de sentido con que eligió el lugar. "Nunca llegaremos a ninguna parte", se lamentaba ante Úrsula. "Aquí nos hemos de pudrir en vida sin recibir los beneficios de la ciencia." Esa certidumbre, rumiada varios meses en el cuartito del laboratorio, lo llevó a concebir el proyecto de trasladar a Macondo a un lugar más propicio. Pero esta vez, Ursula se anticipó a sus designios febriles. En una secreta e implacable labor de hormiguita predispuso a las mujeres de la aldea contra la veleidad de sus hombres, que ya empezaban a prepararse para la mudanza. José Arcadio Buendía no supo en qué momento, ni en virtud de qué fuerzas adversas, sus planes se fueron enredando en una maraña de pretextos, contratiempos y evasivas, hasta convertirse en pura y simple ilusión. Úrsula lo observó con una atención inocente, y hasta sintió por él un poco de piedad, la mañana en que lo encontró en el cuartito del fondo comentando entre dientes sus sueños de mudanza, mientras colocaba en sus cajas originales las piezas del laboratorio. Lo dejó terminar. Lo dejó clavar las cajas y poner sus iniciales encima con un hisopo entintado, sin hacerle ningún reproche, pero sabiendo ya que él sabía, porque se lo oyó decir en sus sordos monólogos, que los hombres del pueblo no lo secundarían en su empresa. Sólo cuando empezó a desmontar la puerta del cuartito, Ursula se atrevió a preguntarle por qué lo hacía, y él le contestó con una cierta amargura: "Puesto que nadie quiere irse, nos iremos solos." Úrsula no se alteró.
-No nos iremos -dijo-. Aquí nos quedamos, porque aquí hemos tenido un hijo.
-Todavía no tenemos un muerto -dijo él-. Uno no es de ninguna parte mientras no tenga un muerto bajo la tierra.
Úrsula replicó, con una suave firmeza:
-Si es necesario que yo me muera para que se queden aquí, me muero.
José Arcadio Buendía no creyó que fuera tan rígida la voluntad de su mujer. Trató de seducirla con el hechizo de su fantasía, con la promesa de un mundo prodigioso donde bastaba con echar unos líquidos mágicos en la tierra para que las plantas dieran frutos a voluntad del hombre, y donde se vendían a precio de baratillo toda clase de aparatos para el dolor. Pero Úrsula fue insensible a su clarividencia.
-En vez de andar pensando en tus alocadas novelerías, debes ocuparte de tus hijos -replicó-. Míralos cómo están, abandonados a la buena de Dios, igual que los burros.
José Arcadio Buendía tomó al pie de la letra las palabras de su mujer. Miró a través de la ventana y vio a los dos niños descalzos en la huerta soleada, y tuvo la impresión de que sólo en aquel instante habían empezado a existir, concebidos por el conjuro de Úrsula. Algo ocurrió entonces en su interior; algo misterioso y definitivo que lo desarraigó de su tiempo actual y lo llevó a la deriva por una región inexplorada de los recuerdos. Mientras Úrsula seguía barriendo la casa que ahora estaba segura de no abandonar en el resto de su vida, él permaneció contemplando a los niños con mirada absorta, hasta que los ojos se le humedecieron y se los secó con el dorso de la mano, y exhaló un hondo suspiro de resignación.
-Bueno -dijo-. Diles que vengan a ayudarme a sacar las cosas de los cajones.
José Arcadio, el mayor de los niños, había cumplido catorce años. Tenía la cabeza cuadrada, el pelo hirsuto y el carácter voluntarioso de su padre. Aunque llevaba el mismo impulso de crecimiento y fortaleza física, ya desde entonces era evidente que carecía de imaginación. Fue concebido y dado a luz durante la penosa travesía de la sierra, antes de la fundación de Macondo, y sus padres dieron gracias al cielo al comprobar que no tenía ningún órgano de animal. Aureliano, el primer ser humano que nació en Macondo, iba a cumplir seis años en marzo. Era silencioso y retraído. Había llorado en el vientre de su madre y nació con los ojos abiertos. Mientras le cortaban el ombligo movía la cabeza de un lado a otro reconociendo las cosas del cuarto, y examinaba el rostro de la gente con una curiosidad sin asombro. Luego, indiferente a quienes se acercaban a conocerlo, mantuvo la atención concentrada en el techo de palma, que parecía a punto de derrumbarse bajo la tremenda presión de la lluvia. Úrsula no volvió a acordarse de la intensidad de esa mirada hasta un día en que el pequeño Aureliano, a la edad de tres años, entró a la cocina en el momento en que ella retiraba del fogón y ponía en la mesa una olla de caldo hirviendo. El niño, perplejo en la puerta, dijo: "Se va a caer. La olla estaba bien puesta en el centro de la mesa, pero tan pronto como el niño hizo el anuncio, inició un movimiento irrevocable hacia el borde, como impulsada por un dinamismo interior, y se despedazó en el suelo. Úrsula, alarmada, le contó el episodio a su marido, pero éste lo interpretó como un fenómeno natural. Así fue siempre, ajeno a la existencia de sus hijos, en parte porque consideraba la infancia como un período de insuficiencia mental, y en parte porque siempre estaba demasiado absorto en sus propias especulaciones quiméricas.
Pero desde la tarde en que llamó a los niños para que lo ayudaran a desempacar las cosas del laboratorio, les dedicó sus horas mejores. En el cuartito apartado, cuyas paredes se fueron llenando poco a poco de mapas inverosímiles y gráficos fabulosos, les enseñó a leer y escribir y a sacar cuentas, y les habló de las maravillas del mundo no sólo hasta donde le alcanzaban sus conocimientos, sino forzando a extremos increíbles los límites de su imaginación. Fue así como los niños terminaron por aprender que en el extremo meridional del África había hombres tan inteligentes y pacíficos que su único entretenimiento era sentarse a pensar, y que era posible atravesar a pie el mar Egeo saltando de isla en isla hasta el puerto de Salónica. Aquellas alucinantes sesiones quedaron de tal modo impresas en la memoria de los niños, que muchos años más tarde, un segundo antes de que el oficial de los ejércitos regulares diera la orden de fuego al pelotón de fusilamiento, el coronel Aureliano Buendía volvió a vivir la tibia tarde de marzo en que su padre interrumpió la lección de física, y se quedó fascinado, con la mano en el aire y los ojos inmóviles, oyendo a la distancia los pífanos y tambores y sonajas de los gitanos que una vez más llegaban a la aldea, pregonando el último y asombroso descubrimiento de los sabios de Memphis.
Eran gitanos nuevos. Hombres y mujeres jóvenes que sólo conocían su propia lengua, ejemplares hermosos de piel aceitada y manos inteligentes, cuyos bailes y músicas sembraron en las calles un pánico de alborotada alegría, con sus loros pintados de todos los colores que recitaban romanzas italianas, y la gallina que ponía un centenar de huevos de oro al son de la pandereta, y el mono amaestrado que adivinaba el pensamiento, y la máquina múltiple que servía al mismo tiempo para pegar botones y bajar la fiebre, y el aparato para olvidar los malos recuerdos, y el emplasto para perder el tiempo, y un millar de invenciones más, tan ingeniosas e insólitas, que José Arcadio Buendía hubiera querido inventar la máquina de la memoria para poder acordarse de todas. En un instante transformaron la aldea. Los habitantes de Macando se encontraron de pronto perdidos en sus propias calles, aturdidos por la feria multitudinaria.
Llevando un niño de cada mano para no perderlos en el tumulto, tropezando con saltimbanquis de dientes acorazados de oro y malabaristas de seis brazos, sofocado por el confuso aliento de estiércol y sándalo que exhalaba la muchedumbre, José Arcadio Buendía andaba como un loco buscando a Melquíades por todas partes. para que le revelara los infinitos secretos de aquella pesadilla fabulosa. Se dirigió a varios gitanos que no entendieron su lengua. Por último llegó hasta el lugar donde Melquíades solía plantar su tienda, y encontró un armenio taciturno que anunciaba en castellano un jarabe para hacerse invisible. Se había tomado de un golpe una copa de la sustancia ambarina, cuando José Arcadio Buendía se abrió paso a empujones por entre el grupo absorto que presenciaba el espectáculo, y alcanzó a hacer la pregunta. El gitano lo envolvió en el clima atónito de su mirada, antes de convertirse en un charco de alquitrán pestilente y humeante sobre el cual quedó flotando la resonancia de su respuesta: "Melquíades murió." Aturdido por la noticia. José Arcadio Buendía permaneció inmóvil, tratando de sobreponerse a la aflicción, hasta que el grupo se dispersó reclamado por otros artificios y el charco del armenio taciturno se evaporó por completo. Más tarde, otros gitanos le confirmaron que en efecto Melquíades había sucumbido a las fiebres en los médanos de Singapur, y su cuerpo había sido arrojado en el lugar más profundo del mar de Java. A los niños no les interesó la noticia. Estaban obstinados en que su padre los llevara a conocer la portentosa novedad de los sabios de Memphis, anunciada a la entrada de una tienda que, según decían, perteneció al rey Salomón. Tanto insistieron, que José Arcadio Buendia pagó los treinta reales y los condujo hasta el centro de la carpa, donde había un gigante de torso peludo y cabeza rapada, con un anillo de cobre en la nariz y una pesada cadena de hierro en el tobillo, custodiando un cofre de pirata. Al ser destapado por el gigante, el cofre dejó escapar un aliento glacial. Dentro sólo había un enorme bloque transparente, con infinitas agujas internas en las cuales se despedazaba en estrellas de colores la claridad del crepúsculo. Desconcertado, sabiendo que los niños esperaban una explicación inmediata, José Arcadio Buendía se atrevió a murmurar:
-Es el diamante más grande del mundo.
-No -corrigió el gitano-. Es hielo.
José Arcadio Buendía, sin entender, extendió la mano hacia el témpano, pero el gigante se la apartó. "Cinco reales más para tocarlo", dijo. José Arcadio Buendía los pagó, y entonces puso la mano sobre el hielo, y la mantuvo puesta por varios minutos, mientras el corazón se le hinchaba de temor y de júbilo al contacto del misterio. Sin saber qué decir, pagó otros diez reales para que sus hijos vivieran la prodigiosa experiencia. El pequeño José Arcadio se negó a tocarlo. Aureliano, en cambio, dio un paso hacia adelante, puso la mano y la retiró en el acto. "Está hirviendo", exclamó asustado. Pero su padre no le prestó atención. Embriagado por la evidencia del prodigio, en aquel momento se olvidó de la frustración de sus empresas delirantes y del cuerpo de Melquíades abandonado al apetito de los calamares. Pagó otros cinco reales, y con la mano puesta en el témpano, como expresando un testimonio sobre el texto sagrado, exclamó:

-Este es el gran invento de nuestro tiempo.

Gabriel García Márquez nacido en Aracataca, departamento de Magdalena (Colombia) el 5 de marzo de 1928. Fue galardonado en 1982 con el Premio Nobel de literatura, siendo el autor de una de las sagas literarias más complejas y consolidadas de la literatura universal.
“Si algo no he olvidado ni olvidaré nunca, es que yo soy el hijo del telegrafista de Aracataca”
En 1940, a los doce años de edad, salió de su pueblo y se instaló en Zipaquirá (Cundinamarca). Allí pudo acceder a una beca que le permitió completar el bachillerato. Esto le permitió ser testigo de los acontecimientos que trajeron consigo el asesinato de Jorge Eliecer Gaitán, entre ellos la caída del régimen liberal en Colombia que impulsó y desencadenó la violencia en Colombia. En su época de estudiante pudo leer y conocer obras de escritores como Julio Verne, Emilio Salgari y Franz Kafka. Una vez terminado su bachillerato ingresa en la ciudad de Bogotá a la facultad de derecho de la Universidad Nacional de Colombia, estudios que finalmente no pudo culminar porque le “aburría a morir esa carrera”.
Más tarde encontró trabajo en el periódico “El espectador”, donde tuvo la oportunidad de aprender el oficio de reportero. El 9 de abril de 1948, mientras Colombia pasaba por la revuelta popular denominada como “El Bogotazo”, García Márquez se instaló en Barranquilla. Allí pudo desarrollar su formación literaria gracias a que entró en contacto con un grupo de intelectuales y escritores de “La Cueva”, más conocido como “Grupo de Barranquilla”. Regresó a Bogotá después del desastre y de las consecuencias del “Bogotazo”, respondiendo al desafío del director de “El espectador” quien aseguraba que nadie sabría escribir un cuento en Colombia. A partir de estas afirmaciones, publicó uno de sus cuentos en el magazín dominical y se aventuró a proponer reportajes insólitos y espectaculares.
Posteriormente publicó un reportaje sobre el marinero Velasco, que estaba perdido en alta mar. Esta crónica se tituló “Relato de un náufrago”, basándose en los hechos reales que le sucedieron a un marino que cayó de la cubierta de un buque de la armada colombiana. García Márquez mencionó detalladamente las razones por las cuales el buque oficial no detuvo su marcha para socorrer al marinero caído. Al parecer un exceso de peso en el buque, debido al transporte de electrodomésticos y otros enseres de forma ilegal para el uso de las fuerzas armadas, impidió el rescate del marinero y confirmó la sospecha sobre los manejos ilícitos de los recursos públicos por parte del gobierno y las fuerzas armadas de Colombia. Ello provocó el rechazo de la crónica del futuro premio Nobel.
“El espectador” le dio la oportunidad de cubrir la muerte del Papa Pío XII. Así viajó a Italia con la intención también de adelantar sus estudios de literatura para el cine en el “Instituto experimental de estudios cinematográficos”. Después se estableció en París donde pudo mantenerse gracias a los aportes del periódico. Por desgracia “El Espectador” tuvo que cerrar por la dictadura por la que estaba atravesando Colombia. Así lo describe García Márquez: “Me quedé en la calle. Así que me dediqué a escribir. Terminé "El coronel no tiene quien le escriba" y al cabo de los meses la generosidad de mi casera y mi escasez absoluta de fondos habían acumulado una de las más grandes deudas por concepto de arrendamiento de que se tenga noticia en París.”
Una vez resueltas sus dificultades económicas, regresó a Colombia y se casó con Mercedes Barcha. Tras la boda sale rumbo a Caracas, en donde se puso a trabajar con las revistas “Momento” y “Élite”. Tras la revolución cubana en 1959, cubre en la Habana una misión periodística especial a la que se llamó “Operación Verdad”. Allí entra en contacto con los fundadores de la agencia “Prensa Latina”, con quienes llega a un acuerdo de trabajo. Después regresa a Colombia con el fin de fundar una sucursal de dicha agencia en Bogotá.
En 1961 publica “El coronel no tiene quien le escriba”, siendo la primera gran obra de Gabriel García Márquez, la cual es considerada como la mejor muestra del arte narrativo “garciamarquiano” en donde está escrita la más limpia metáfora de la injusticia. Esta obra permitiría abrirle paso a otra de sus narraciones como “La mala hora”.
Posteriormente, la oficina principal de “Prensa Latina” lo envía como representante a Naciones Unidas. Viaja a Nueva York acompañado de su esposa y de su hijo recién nacido, pero las relaciones con la agencia se deterioran y finalmente quedan desamparados en Estados Unidos. Tras este hecho se encaminan a la búsqueda de la ayuda de algunos amigos suyos en Nueva Orleans. Veinte días de viaje en carretera les muestran una nueva cara de Estados Unidos. La agresividad contra los mexicanos (en un aviso de algún lugar de aquellos se leía “Prohibida la entrada de perros y mexicanos”), que casi siempre se extendía a ellos mismos, los lleva a considerar como prodigio el momento en que consiguen pasar la frontera entre EEUU y México.
La ayuda de algunos amigos como Álvaro Mutis y Jomi García le permite sobrevivir en los primeros momentos en México. Una vez establecidos, García Márquez termina “La mala hora” en 1962. Esta novela fue escrita con poco entusiasmo, provocando que pronto se olvidara de ella. Guillermo Angulo (cineasta y fotógrafo amigo) le dice a la familia de García Márquez: “La ESSO (empresa petrolífera) organizó un concurso de novela pero como que está varado porque no hay nada que sirva. Manda una vaina, porque es pilad ganárselo”. Su esposa Mercedes presentó al concurso “La mala hora” logrando el premio. La novela fue publicada en España en 1962, pasando por un corrector de pruebas en pro de la pureza del lenguaje que modificó su novela. Cuando se imprime la segunda edición de la misma se restablece la versión original de García Márquez con el siguiente mensaje: “En esta ocasión, el autor se ha permitido restituir las incorrecciones idiomáticas y las barbaridades estilísticas en nombre de su soberana y arbitraria voluntad”
Tras el premio, escribió otro libro de cuentos llamado “Los funerales de la Mamá Grande” antesala de su obra maestra “Cien años de soledad”. En el año 1965 le comunicó a Mercedes que durante seis meses se iba a dedicar única y exclusivamente a la elaboración de su obra, dejando el resto de responsabilidades al criterio de su mujer. Finalmente no fueron seis meses como había previsto sino un año y medio, en el cual sus deudas ya alcanzaban los diez mil dólares. En 1967 se publicó “Cien años de soledad”, la cual ha sido traducida a más de 30 idiomas. La obra trata de mostrar una identidad cultural, mezclada con las fantasías y memorias de una saga.
Después de un tiempo sin dedicarse a escribir, García Márquez se instala en Barcelona (España) y publica en 1972 otro libro de cuentos titulado “La increíble y triste historia de la cándida Eréndira y de su abuela desalmada”. En 1975 publica una novela muy esperada por los lectores llamada “El otoño del patriarca”, en donde hace una crítica sobre la inmadurez política de Hispanoamérica. Este libro estuvo inspirado en varias obras hispanas, entre ellas: “El señor Presidente” de Miguel Ángel Asturias, “El gran Burundú Burundú” de Jorge Zalamea, “Tirano Banderas” de Ramón del Valle-Inclán, “El recurso del método” de Alejo Carpentier, “Conversación en La Catedral” de Mario Vargas llosa y “Yo, el Supremo” de Augusto Roa Bastos.
“En mi caso ser escritor es un mérito descomunal, porque soy muy bruto para escribir. He tenido que someterme a una disciplina atroz para terminar media página en ocho horas de trabajo; peleo a trompadas con cada palabra y casi siempre es ella quien sale ganando…” - Gabriel García Márquez -
En 1981 publicó otra de sus obras más reconocidas, “Crónica de una muerte anunciada”. Posteriormente publica otras obras como “El amor en los tiempos del cólera” y  “El general en su laberinto”. Desde la crónica periodística publicó “Historia de un secuestro”. También trabajó en el ámbito de los guiones cinematográficos, lo cual le permitió hacer críticas de cine en su columna “La Jirafa” dentro del periódico “El Heraldo de Barranquilla”. Algunos de sus cuentos fueron llevados al cine mexicano como “En este pueblo no hay ladrones”, “El gallo de oro” (guión coescrito con Carlos Fuentes y basado en un cuento de Juan Rulfo) y “Tiempo de morir” dirigida por Arturo Ripstein en México y por Jorge Alí Triana en Colombia. Otros guiones que fueron llevados a la pantalla son “María de mi corazón” y “La viuda de Montiel”. Además de sus guiones, también tuvo muchas aportaciones importantes de calidad en el ámbito del periodismo.
Entre sus galardones destacan el “Premio Chianciano” en Italia (1968), el “Premio al Mejor Libro Extranjero” en Francia (1969) o el “Premio Rómulo Gallegos” en Venezuela (1969). “Cien años de soledad” fue catalogada por la crítica estadounidense entre los doce mejores libros de la década de los setenta. En 1971 la Universidad de Columbia neoyorkina le otorga el doctorado honoris causa. En 1981 el gobierno francés le da la Legión de Honor en grado de Comandante. En 1982 es invitado especial, junto con otros intelectuales y artistas hispanoamericanos, a la toma de posesión del presidente francés François Mitterrand. Finalmente el 21 de octubre de 1982, Gabriel García Márquez es galardonado con el Premio Nobel de Literatura, convirtiéndose así en el noveno hispano en conseguir tal prestigioso galardón.
“Quiero creer, amigos, que este es, una vez más, un homenaje que se rinde a la poesía… La poesía que con tan evidente como milagrosa totalidad rescata a Nuestra América… y donde destilan su tristeza milenaria nuestros mejores sueños sin salida. La poesía, en fin, es energía secreta de la vida cotidiana, que cuece los garbanzos en la colina, y la contagia de amor y repite imágenes en los espejos”.

http://corrientehispanista.blogspot.com.es/2011/10/orgullo-hispano-gabriel-garcia-marquez.html
Macondo

Los cien años de macondo sueñan,
sueñan en el aire,
y los años de Gabriel Trompetas,
trompetas lo anuncian,
encadenado aa macondo sueña,
don José Arcadio,
y aunque él la vida pasa haciendo,
remolino de reacuerdos.

Las tristezasa de Aureliano, el cuatro,
la belleza de Remdios, violines,
las pasiones de Amaranta, guitarras,
el embrujo de Melquiades, obóes,

Ursula cien años, soledad macondo,
Ursula cien años, soledad macondo

eres, epopeya de un pueblo olvidado,
forjado en cien años de amores a historia,
eres epopeya de un pueblo olvidado,
forjado en cien años de amores a historia,

Y me imagino y vuelvo a vivir,
en mi memoria quemada al sol,

mariposas amarillas,
Mauricio Babiloniaaaa,
mariposas amarillas, que vuelan liberadas,
mariposas amarillas,
Mauricio Babiloniaaaa,
mariposas amarillas, que vuelan liberadas,