sábado, 31 de agosto de 2019

Olga Orozco por Olga Orozco.

Olga Orozco.

Yo, Olga Orozco, desde tu corazón digo a todos que muero.
Amé la soledad, la heroica perduración de toda fe,
el ocio donde crecen animales extraños y plantas fabulosas,
la sombra de un gran tiempo que pasó entre misterios y entre alucinaciones,
y también el pequeño temblor de las bujías en el anochecer.
Mi historia está en mis manos y en las manos con que otros las tatuaron.
De mi estadía quedan las magias y los ritos,
Unas fechas gastadas por el soplo de un despiadado amor,
La humareda distante de la casa donde nunca estuvimos,
Y unos gestos dispersos entre los gestos de otros que no me conocieron.
Lo demás aún se cumple en el olvido,
Aún labra la desdicha en el rostro de aquella que se buscaba en mí
igual que en un espejo de sonrientes praderas,
y a la que tú verás extrañamente ajena:
mi propia aparecida condenada a mi forma de este mundo.

Ella hubiera querido guardarme en el desdén o en el orgullo,
en un último instante fulmíneo como un rayo,
no en el tumulto incierto donde alzo todavía la voz ronca y llorada
entre los remolinos de tu corazón.
No. Esta muerte no tiene descanso ni grandeza.
No puedo estar mirándola por primera vez durante tanto tiempo.
Pero debo seguir muriendo hasta tu muerte
porque soy tu testigo ante una ley más honda y más oscura
que los cambiantes sueños, allá, donde escribimos la sentencia:
"Ellos han muerto ya.
Se habían elegido por castigo y perdón, por cielo y por infierno.
Son ahora una mancha de humedad en las paredes del primer aposento".

Olga Orozco (Santa Rosa de Toay, 1920 - Buenos Aires, 1999).
Hija de Carmelo Gugliotta siciliano de Capo d' Orlando, y de la argentina, nacida en la provincia de San Luis, Cecilia Orozco. Olga Orozco adoptó como apellido literario el de su madre.
Pasó sus primeros años entre Toay (La Pampa), patria chica de su madre, y Buenos Aires. En 1928, la familia se mudó a Bahía Blanca y ocho años más tarde a Buenos Aires. Estudió en la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad de Buenos Aires, donde se recibió de maestra. Muy joven fue una de las integrantes del grupo literario surrealista Tercera Vanguardia, al cual pertenecían a su vez, entre otros, Oliverio Girondo y Ulises Mezzera.
Durante años redactó los horóscopos del diario Clarín. Incursionó asimismo en el radioteatro como actriz. En 1961 obtuvo la beca del Fondo Nacional de las Artes; ganó diversos premios de poesía y en 1998 fue galardonada con el Octavo Premio de Literatura Latinoamericana y del Caribe Juan Rulfo.
Le gustaban Enrique Santos Discépolo, Homero Manzi, Virginio y Homero Expósito, Cátulo Castillo. Fue amiga de Norah Lange y de Alberto Girri.
Orozco fue integrante del movimiento surrealista argentino, representado también por Enrique Molina, Aldo Pellegrini y Juan José Caselli.

“Escribo con una piedra en la mano, una piedra de San Luis en una mano y otra de Sicilia en la otra; claro que no puedo escribir con las dos piedras, pero las tomo alternativamente; una de San Luis, que es donde nació mi madre, y una de Capo Dorlando, donde nació mi padre. Y a veces tomo una piedrecita negra que me dio un chico del que estuve enamorada cuando tenía 6 años. Yo siento a las piedras, las siento latir como si tuviera un corazón de pájaro en la mano” aseveró  cuando le pregruntaron: ¿Cómo escribe?

miércoles, 28 de agosto de 2019

Égloga III (fragmento) de Garcilaso de la Vega.

 

     Aquella voluntad honesta y pura,
ilustre y hermosísima María,
que’n mí de celebrar tu hermosura,
tu ingenio y tu valor estar solía,
a despecho y pesar de la ventura
que por otro camino me desvía,
está y estará tanto en mí clavada
cuanto del cuerpo el alma acompañada.

     Y aun no se me figura que me toca
aqueste oficio solamente en vida,
mas con la lengua muerta y fria en la boca
pienso mover la voz a ti debida;
libre mi alma de su estrecha roca,
por el Estigio lago conducida,
celebrando t’irá, y aquel sonido
hará parar las aguas del olvido.
     Mas la fortuna, de mi mal no harta,
me aflige y d’un trabajo en otro lleva;
ya de la patria, ya del bien me aparta,
ya mi paciencia en mil maneras prueba,
y lo que siento más es que la carta
donde mi pluma en tu alabanza mueva,
poniendo en su lugar cuidados vanos,
me quita y m’arrebata de las manos.


      Pero por más que’n mí su fuerza pruebe,
no tornará mi corazón mudable:
nunca dirán jamás que me remueve
fortuna d’un estudio tan loable;
Apolo y las hermanas todas nueve
me darán ocio y lengua con que hable
lo menos de lo que’n tu ser cupiere,
qu’esto será lo más que yo pudiere.
     En tanto, no te ofenda ni te harte
tratar del campo y soledad que amaste,
ni desdeñes aquesta inculta parte
de mi estilo, que’n algo ya estimaste;
entre las armas del sangriento Marte,
do apenas hay quien su furor contraste,
hurté de tiempo aquesta breve suma,
tomando ora la espada, ora la pluma.
     Aplica, pues, un rato los sentidos
al bajo son de mi zampoña ruda,
indigna de llegar a tus oídos,
pues d’ornamento y gracia va desnuda;
mas a las veces son mejor oídos
el puro ingenio y lengua casi muda,
testigos limpios d’ánimo inocente,
que la curiosidad del elocuente.
      Por aquesta razón de ti escuchado,
aunque me falten otras, ser merezco;
lo que puedo te doy, y lo que he dado,
con recebillo tú, yo m’enriquezco.
De cuatro ninfas que del Tajo amado
salieron juntas, a cantar me ofrezco:
Filódoce, Dinámene y Climene,
Nise, que en hermosura par no tiene.
     Cerca del Tajo, en soledad amena,
de verdes sauces hay una espesura
toda de hiedra revestida y llena,
que por el tronco va hasta el altura
y así la teje arriba y encadena
que’l sol no halla paso a la verdura;
el agua baña el prado con sonido,
alegrando la hierba y el oído.


      Con tanta mansedumbre el cristalino
Tajo en aquella parte caminaba
que pudieron los ojos el camino
determinar apenas que llevaba.
Peinando sus cabellos d’oro fino,
una ninfa del agua do moraba
la cabeza sacó, y el prado ameno
vido de flores y de sombra lleno.
     Movióla el sitio umbroso, el manso viento,
el suave olor d’aquel florido suelo;
las aves en el fresco apartamiento
vio descansar del trabajoso vuelo;
secaba entonces el terreno aliento
el sol, subido en la mitad del cielo;
en el silencio solo se ’scuchaba
un susurro de abejas que sonaba.


      Habiendo contemplado una gran pieza
atentamente aquel lugar sombrío,
somorgujó de nuevo su cabeza
y al fondo se dejó calar del río;
a sus hermanas a contar empieza
del verde sitio el agradable frío,
y que vayan, les ruega y amonesta,
allí con su labor a estar la siesta.
     No perdió en esto mucho tiempo el ruego,
que las tres d’ellas su labor tomaron
y en mirando defuera vieron luego
el prado, hacia el cual enderezaron;
el agua clara con lascivo juego
nadando dividieron y cortaron
hasta que’l blanco pie tocó mojado,
saliendo del arena, el verde prado.
     Poniendo ya en lo enjuto las pisadas,
escurriendo del agua sus cabellos,
los cuales esparciendo cubijadas
las hermosas espaldas fueron dellos,
luego sacando telas delicadas
que’n delgadeza competian con ellos,
en lo más escondido se metieron
y a su labor atentas se pusieron.

     Las telas eran hechas y tejidas
del oro que’l felice Tajo envía,
apurado después de bien cernidas
las menudas arenas do se cría,
y de las verdes ovas, reducidas
en estambre sotil cual convenía
para seguir el delicado estilo
del oro, ya tirado en rico hilo.
     La delicada estambre era distinta
de las colores que antes le habian dado
con la fineza de la varia tinta
que se halla en las conchas del pescado;
tanto arteficio muestra en lo que pinta
y teje cada ninfa en su labrado
cuanto mostraron en sus tablas antes
el celebrado Apeles y Timantes.
      Filódoce, que así d’aquéllas era
llamada la mayor, con diestra mano
tenía figurada la ribera
de Estrimón, de una parte el verde llano
y d’otra el monte d’aspereza fiera,
pisado tarde o nunca de pie humano,
donde el amor movió con tanta gracia
la dolorosa lengua del de Tracia.
     Estaba figurada la hermosa
Eurídice, en el blanco pie mordida
de la pequeña sierpe ponzoñosa,
entre la hierba y flores escondida;
descolorida estaba como rosa
que ha sido fuera de sazón cogida,
y el ánima, los ojos ya volviendo,
de la hermosa carne despidiendo.
     Figurado se vía estensamente
el osado marido, que bajaba
al triste reino de la escura gente
y la mujer perdida recobraba;
y cómo, después desto, él impaciente
por mirarla de nuevo, la tornaba
a perder otra vez, y del tirano
se queja al monte solitario en vano.

 Dinámene no menos artificio
mostraba en la labor que había tejido,
pintando a Apolo en el robusto oficio
de la silvestre caza embebecido.
Mudar presto le hace el ejercicio
la vengativa mano de Cupido,
que hizo a Apolo consumirse en lloro
después que le enclavó con punta d’oro.
     Dafne, con el cabello suelto al viento,
sin perdonar al blanco pie corría
por áspero camino tan sin tiento
que Apolo en la pintura parecía
que, porqu’ella templase el movimiento,
con menos ligereza la seguía;
él va siguiendo, y ella huye como
quien siente al pecho el odïoso plomo.

      Mas a la fin los brazos le crecían
y en sendos ramos vueltos se mostraban;
y los cabellos, que vencer solían
al oro fino, en hojas se tornaban;
en torcidas raíces s’estendían
los blancos pies y en tierra se hincaban;
llora el amante y busca el ser primero,
besando y abrazando aquel madero.
     Climene, llena de destreza y maña,
el oro y las colores matizando,
iba de hayas una gran montaña,
de robles y de peñas varïando;
un puerco entre ellas, de braveza estraña,
estaba los colmillos aguzando
contra un mozo no menos animoso,
con su venablo en mano, que hermoso.
     Tras esto, el puerco allí se via herido
d’aquel mancebo, por su mal valiente,
y el mozo en tierra estaba ya tendido,
abierto el pecho del rabioso diente,
con el cabello d’oro desparcido
barriendo el suelo miserablemente;
las rosas blancas por allí sembradas
tornaban con su sangre coloradas.


      Adonis éste se mostraba qu’era,
según se muestra Venus dolorida,
que viendo la herida abierta y fiera,
sobr’él estaba casi amortecida;
boca con boca coge la postrera
parte del aire que solia dar vida
al cuerpo por quien ella en este suelo
aborrecido tuvo al alto cielo.
     La blanca Nise no tomó a destajo
de los pasados casos la memoria,
y en la labor de su sotil trabajo
no quiso entretejer antigua historia;
antes, mostrando de su claro Tajo
en su labor la celebrada gloria,
la figuró en la parte dond’ él baña
la más felice tierra de la España.

      Pintado el caudaloso rio se vía,
que en áspera estrecheza reducido,
un monte casi alrededor ceñía,
con ímpetu corriendo y con rüido;
querer cercarlo todo parecía
en su volver, mas era afán perdido;
dejábase correr en fin derecho,
contento de lo mucho que habia hecho.
     Estaba puesta en la sublime cumbre
del monte, y desde allí por él sembrada,
aquella ilustre y clara pesadumbre
d’antiguos edificios adornada.
D’allí con agradable mansedumbre
el Tajo va siguiendo su jornada
y regando los campos y arboledas
con artificio de las altas ruedas.
     En la hermosa tela se veían,
entretejidas, las silvestres diosas
salir de la espesura, y que venían
todas a la ribera presurosas,
en el semblante tristes, y traían
cestillos blancos de purpúreas rosas,
las cuales esparciendo derramaban
sobre una ninfa muerta que lloraban.

      Todas, con el cabello desparcido,
lloraban una ninfa delicada
cuya vida mostraba que habia sido
antes de tiempo y casi en flor cortada;
cerca del agua, en un lugar florido,
estaba entre las hierbas degollada
cual queda el blanco cisne cuando pierde
la dulce vida entre la hierba verde.
     Una d’aquellas diosas que’n belleza
al parecer a todas ecedía,
mostrando en el semblante la tristeza
que del funesto y triste caso había,
apartada algún tanto, en la corteza
de un álamo unas letras escribía
como epitafio de la ninfa bella,
que hablaban ansí por parte della:


      «Elisa soy, en cuyo nombre suena
y se lamenta el monte cavernoso,
testigo del dolor y grave pena
en que por mí se aflige Nemoroso
y llama “Elisa”; “Elisa” a boca llena
responde el Tajo, y lleva presuroso
al mar de Lusitania el nombre mío,
donde será escuchado, yo lo fío».
     En fin, en esta tela artificiosa
toda la historia estaba figurada
que en aquella ribera deleitosa
de Nemoroso fue tan celebrada,
porque de todo aquesto y cada cosa
estaba Nise ya tan informada
que, llorando el pastor, mil veces ella
se enterneció escuchando su querella;
     y porque aqueste lamentable cuento,
no sólo entre las selvas se contase,
mas dentro de las ondas sentimiento
con la noticia desto se mostrase,
quiso que de su tela el argumento
la bella ninfa muerta señalase
y ansí se publicase de uno en uno
por el húmido reino de Neptuno.


      Destas historias tales varïadas
eran las telas de las cuatro hermanas,
las cuales con colores matizadas,
claras las luces, de las sombras vanas
mostraban a los ojos relevadas
las cosas y figuras que eran llanas,
tanto que al parecer el cuerpo vano
pudiera ser tomado con la mano.

Gómez Suárez de Figueroa, renombrado como Inca Garcilaso de la Vega a partir de 1563 (Cuzco, Gobernación de Nueva Castilla, 12 de abril de 1539-Córdoba, España, 23 de abril de 1616), fue un escritor, historiador y militar nacido en el territorio actual del Perú.

Se le considera como el primer mestizo cultural de América que supo asumir y conciliar sus dos herencias culturales: la inca y la española, alcanzando al mismo tiempo gran renombre intelectual. Luis Alberto Sánchez lo describe como el «primer mestizo de personalidad y ascendencia universal que parió América (Wikipedia).

domingo, 25 de agosto de 2019

GRIETA MATINAL de Álvaro MUTIS.


Cala tu miseria,
sondéala, conoce sus más escondidas cavernas.
Aceita los engranajes de tu miseria,
ponla en tu camino, ábrete paso con ella
y en cada puerta golpea
con los blancos cartílagos de tu miseria.
Compárala con la de otras gentes
y mide bien el asombro de sus diferencias,
la singular agudeza de sus bordes.
Ampárate en los suaves ángulos de tu miseria.
Ten presente a cada hora
que su materia es tu materia,
el único puerto del que conoces cada rada,
cada boya, cada señal desde la cálida tierra
a donde llegas a reinar como Crusoe
entre la muchedumbre de sombras
que te rozan y con las que tropiezas
sin entender su propósito ni su costumbre.
Cultiva tu miseria,
hazla perdurable,
aliméntate de su savia,
envuélvete en el manto tejido con sus más secretos hilos.
Aprende a reconocerla entre todas,
no permitas que sea familiar a los otros
ni que la prolonguen abusivamente los tuyos.
Que te sea como agua bautismal
brotada de las grandes cloacas municipales,
como los arroyos que nacen en los mataderos.
Que se confunda con tus entrañas, tu miseria;
que contenga desde ahora los capítulos de tu muerte,
los elementos de tu más certero abandono.
Nunca dejes de lado tu miseria,
así descanses a su vera
como junto al blanco cuerpo
del que se ha retirado el deseo.
Ten siempre lista tu miseria
y no permitas que se evada por distracción o engaño.
Aprende a reconocerla hasta en sus más breves signos:
el encogerse de las finas hojas del carbonero,
el abrirse de las flores con la primera frescura de la tarde,
la soledad de una jaula de circo
varada en el lodo del camino,
el hollín en los arrabales,
el vaso de latón que mide la sopa en los cuarteles,
la ropa desordenada de los ciegos,
las campanillas que agotan su llamado
en el solar sembrado de eucaliptos,
el yodo de las navegaciones.
No mezcles tu miseria en los asuntos de cada día.
Aprende a guardarla para las horas de tu solaz
y teje con ella la verdadera,
la sola materia perdurable
de tu episodio sobre la tierra.

sábado, 24 de agosto de 2019

EL GOZANTE de Manuel J. Castilla.

EL GOZANTE
de Manuel J. Castilla.

Me dejo estar sobre la tierra porque soy el gozante.
El que bajo las nubes se queda silencioso.
Pienso: si alguno me tocara las manos
se iría enloquecido de eternidad,
húmedo de astros lilas, relucientes.
Estoy solo de espaldas transformándome.
En este mismo instante un saurio me envejece y soy
leña
y miro por los ojos de las alas de las mariposas
un ocaso vinoso y transparente.
En mis ojos cobijo todo el ramaje vivo del quebracho.
De mi nacen los gérmenes de todas las semillas y los riego con rocío.
Sé que en este momento, dentro de mí,
nace el viento como un enardecido río de uñas y de
agua.
Dentro del monte yazgo preñado de quietudes furiosas.
A veces un lapacho me corona con flores blancas
y me bebo esa leche como si fuera el niño más viejo
de la tierra.
De cara al infinito
siento que pone huevos sobre mi pecho el tiempo.
Si se me antoja, digo, si esperase un momento,
puedo dejar que encima de mis ingles
amamante la luna sus colmillos pequeños.
Zorros la cola como cortaderas,
gualacates rocosos,
corzuelas con sus ángeles temblando a su costado,
garzas meditabundas
yararás despielándose,
acatancas rodando la bosta de su mundo,
todo eso está en mis ojos que ven mi propia triste
nada y mi alegría.
Después, si ya estoy muerto,
échenme arena y agua. Así regreso.

Manuel José Castilla (Cerrillos, 14 de agosto de 1918 - Salta, 19 de julio de 1980)fue un poeta, letrista, escritor y periodista argentino. Escribió la letra de muchas obras musicalizadas por su inseparable amigo, Gustavo “El Cuchi” Leguizamón que constituyen hoy clásicos argentinos y del folclore de Nuestra América pero que en su momento contribuyeron a la renovación del folclore argentino.

miércoles, 21 de agosto de 2019

La arqueología desvela el misterio de la gran victoria del Cid: la batalla de Alcócer.-

El misterio parece haber tocado a su fin. Una excavación llevada a cabo en un páramo de Ateca (Zaragoza) ha descubierto material taifal hispano musulmán del siglo XI o principios del XII. Una serie de objetos que, junto a pruebas documentales, han ayudado a situar un asentamiento musulmán, cuya pista se perdió hace siglos, y que dio nombre a la cidiana batalla de Alcocer.
Cuenta el célebre «Cantar de Mio Cid» que el Cid Campeador y su ejército tomaron Alcocer frente a los musulmanes con esta argucia: fingieron abandonar su campamento y cuando los habitantes de Alcocer se acercaron a una tienda abandonada, los del Cid les sorprendieron y tomaron el pueblo.
Otros 3.000 hombres más llegados desde Valencia fueron vencidos en una cruenta batalla por el Cid y los suyos, que prosiguieron el camino del destierro Jalón abajo, con un sustancioso botín en los bolsillos y tres mil marcos de plata, fruto de la venta de Alcocer a los pueblos cercanos.
Aunque la localidad de Alcocer tiene una gran importancia en el cantar de gesta, que se basa libremente en la figura del caballero castellano del siglo XI Rodrigo Díaz de Vivar, su pista se perdió hace siglos, lo que dio lugar a un debate entre los estudiosos acerca de la existencia real o no de ese asentamiento musulmán que se recoge en el cantar.
«Ha habido autores muy reconocidos que han pensado que Alcocer no ha existido nunca y que ese episodio fue un invento para realzar la figura del Cid», explica el historiador atecano Francisco Martínez, que indaga desde hace más de treinta años acerca de los pasos del personaje.
Los topónimos que aparecen en el cantar, las pruebas documentales, así como una excavación previa en 2004 en el paraje de Ateca denominado La Mora Encantada determinaron que se trataba, de forma muy probable, de la ubicación del desaparecido asentamiento de Alcocer.
Evidencias que demuestran que ese lugar «por lo menos geográficamente no es pensado, sino que es real», defiende el estudioso, ya que el cantar tiene un trasfondo biográfico y al tratarse de una gesta hay que averiguar qué episodios se basan en hechos reales y cuáles son imaginarios.
Una nueva excavación realizada el pasado diciembre por los arqueólogos José Luis Cebolla y Francisco Javier Ruiz y financiada por la Diputación Provincial de Zaragoza, corrobora que los restos de utensilios encontrados pertenecen a finales del siglo XI o principios del XII, por lo que podrían coincidir con la época del Cid.
Lo más curioso es que en el paraje se han encontrado grandes porcentajes de ceniza en la tierra, fragmentos quemados y restos de vasijas rotas en muchos trozos que dan señales, según el historiador, de que ese campamento musulmán fue abandonado precipitadamente y por causas no deseadas por sus pobladores.
Pero, ¿por qué esa aparente huida de los habitantes de Alcocer? Martínez enumera dos posibles razones: o bien realmente existió un episodio histórico relacionado con el Cid y el poblado se abandonó a finales del siglo XI, o bien el sitio fue quemado durante la conquista de Alfonso I el Batallador de la comarca de Calatayud en 1120.
«Si además excavas y lo que salen son restos de un poblado que tiene material cerámico del siglo XI y que está abandonado precipitadamente puede coincidir con la historia», relata Martínez en cuanto a las conexiones con el cantar.
De hecho, del actual camino del Cid que sigue las huellas literarias e históricas de Rodrigo Díaz de Vivar a través de las provincias de Burgos, Soria, Guadalajara, Zaragoza, Teruel, Castellón, Valencia y Alicante, los de Alcocer son, según el investigador, «los únicos restos cidianos de que se tiene constancia y se ha verificado que existieron en la época del Cid».
Ahora, el yacimiento aguarda tapado una posible nueva campaña para descubrir su extensión o cómo fue abandonado y los restos encontrados, que incluyen cerámicas barnizadas y utensilios domésticos, como un molino de mano o el mango de un cuchillo, serán restaurados.

A la espera de despejar incógnitas y fuera realidad o leyenda la batalla de Alcocer, uniendo todos los indicios toponímicos, topográficos y documentales, el sitio que se describe en el cantar, «difícilmente podría ser otro que el de La Mora Encantada», defiende el historiador.

Publicado ABC CULTURA 7/1/2017.

martes, 20 de agosto de 2019

El beso de Enrique Anderson Imbert.

La reina de un remoto país del norte, despechada porque Alejandro el Magno había rechazado su amor, decidió vengarse. Con uno de sus esclavos tuvo una hija y la alimentó con veneno. La niña creció, hermosa y letal. Sus labios reservaban la muerte al que los besara. La reina se la envió a Alejandro, como esposa; y Alejandro, al verla, enloqueció de deseos y quiso besarla inmediatamente. Pero Aristóteles, su maestro de filosofía, sospechó que la muchacha era un deletéreo alimento y, para estar seguro, hizo que un malhechor, condenado a muerte, la besara. Apenas la besó, el malhechor murió retorciéndose de dolor.
Alejandro no quiso poner sus labios en la muchacha, no porque estuviera llena de veneno, sino porque otro hombre había bebido en esa copa.
Enrique Anderson Imbert  nace en la Ciudad de Córdoba (Argentina) un 12 de febrero de 1910. Fue un escritor, ensayista, crítico literario y profesor universitario argentino.
Fue profesor en la Universidad de Tucumán entre 1941 y 1946. Con la llegada al poder en 1946 del General Juan Perón, obtuvo una beca Guggenheim que le permitió estudiar en la Universidad de Columbia y acceder a distintos puestos docentes en EE.UU. 
Más reconocido en el extranjero que en su país natal la Argentina. Enrique Anderson Imbert cosechó elogios por sus novelas y cuentos, pero también y sobre todo por sus aportaciones a la crítica literaria, actividad en la que se destacó.
En 1994 fue candidato al Premio Cervantes, pero fue superado en votos por el escritor peruano Mario Vargas Llosa.
Jubilado desde 1980 de sus clases en EE.UU, regresó a su patria en los últimos años y se instaló en Buenos Aires, donde falleció el 6 de diciembre del 2000 a la edad de 90 años.

sábado, 17 de agosto de 2019

ODA AL REY DE HARLEM – FEDERICO GARCÍA LORCA.

Con una cuchara
arrancaba los ojos a los cocodrilos
y golpeaba el trasero de los monos.
Con una cuchara.
Fuego de siempre dormía en los pedernales,
y los escarabajos borrachos de anís
olvidaban el musgo de las aldeas.
Aquel viejo cubierto de setas
iba al sitio donde lloraban los negros
mientras crujía la cuchara del rey
y llegaban los tanques de agua podrida.
Las rosas huían por los filos
de las últimas curvas del aire,
y en los montones de azafrán
los niños machacaban pequeñas ardillas
con un rubor de frenesí manchado.

Es preciso cruzar los puentes
y llegar al rubor negro
para que el perfume de pulmón
nos golpee las sienes con su vestido
de caliente piña.

Es preciso matar al rubio vendedor de aguardiente
a todos los amigos de la manzana y de la arena,
y es necesario dar con los puños cerrados
a las pequeñas judías que tiemblan llenas de burbujas,
para que el rey de Harlem cante con su muchedumbre,
para que los cocodrilos duerman en largas filas
bajo el amianto de la luna,
y para que nadie dude de la infinita belleza
de los plumeros, los ralladores, los cobres y las cacerolas de las cocinas.

¡Ay, Harlem! ¡Ay, Harlem! ¡Ay, Harlem!
No hay angustia comparable a tus rojos oprimidos,
a tu sangre estremecida dentro del eclipse oscuro,
a tu violencia granate sordomuda en la penumbra,
a tu gran rey prisionero, con un traje de conserje.

Tenía la noche una hendidura y quietas salamandras de marfil.
Las muchachas americanas
llevaban niños y monedas en el vientre
y los muchachos se desmayaban en la cruz del desperezo.
Ellos son.
Ellos son los que beben el whisky de plata junto a los volcanes
y tragan pedacitos de corazón por las heladas montañas del oso.

Aquella noche el rey de Harlem con una durísima cuchara
arrancaba los ojos a los cocodrilos
y golpeaba el trasero de los monos.
Con una cuchara.
Los negros lloraban confundidos
entre paraguas y soles de oro,
los mulatos estiraban gomas, ansiosos de llegar al torso blanco,
y el viento empañaba espejos
y quebraba las venas de los bailarines.

Negros, Negros, Negros, Negros.

La sangre no tiene puertas en vuestra noche boca arriba.
No hay rubor. Sangre furiosa por debajo de las pieles,
viva en la espina del puñal y en el pecho de los paisajes,
bajo las pinzas y las retamas de la celeste luna de cáncer.

Sangre que busca por mil caminos muertes enharinadas y ceniza de nardo,
cielos yertos, en declive, donde las colonias de planetas
rueden por las playas con los objetos abandonados.

Sangre que mira lenta con el rabo del ojo,
hecha de espartos exprimidos, néctares de subterráneos.
 Sangre que oxida el alisio descuidado en una huella
 y disuelve a las mariposas en los cristales de la ventana.

Es la sangre que viene, que vendrá
por los tejados y azoteas, por todas partes,
para quemar la clorofila de las mujeres rubias,
para gemir al pie de las camas ante el insomnio de los lavabos
y estrellarse en una aurora de tabaco y bajo amarillo.

Hay que huir,
huir por las esquinas y encerrarse en los últimos pisos,
porque el tuétano del bosque penetrará por las rendijas
para dejar en vuestra carne una leve huella de eclipse
y una falsa tristeza de guante desteñido y rosa química.

Es por el silencio sapientísimo
cuando los camareros y los cocineros y los que limpian con la lengua
las heridas de los millonarios
buscan al rey por las calles o en los ángulos del salitre.

El olvido estaba expresado por tres gotas de tinta sobre el monóculo,
el amor por un solo rostro invisible a flor de piedra.
Médulas y corolas componían sobre las nubes
un desierto de tallos sin una sola rosa.

A la izquierda, a la derecha, por el sur y por el norte,
se levanta el muro impasible
para el topo, la aguja del agua.
No busquéis, negros, su grieta
para hallar la máscara infinita.
Buscad el gran sol del centro
hechos una piña zumbadora.

El sol que se desliza por los bosques
seguro de no encontrar una ninfa,
el sol que destruye números y no ha cruzado nunca un sueño,
el tatuado sol que baja por el río
y muge seguido de caimanes.

Negros, Negros, Negros, Negros.

Jamás sierpe, ni cebra, ni mula
palidecieron al morir.
El leñador no sabe cuándo expiran
los clamorosos árboles que corta.
Aguardad bajo la sombra vegetal de vuestro rey
a que cicutas y cardos y ortigas turben postreras azoteas.
Entonces, negros, entonces, entonces,
podréis besar con frenesí las ruedas de las bicicletas,
poner parejas de microscopios en las cuevas de las ardillas
y danzar al fin, sin duda, mientras las flores erizadas
asesinan a nuestro Moisés casi en los juncos del cielo.

¡Ay, Harlem, disfrazada!
¡Ay, Harlem, amenazada por un gentío de trajes sin cabeza!
Me llega tu rumor,
me llega tu rumor atravesando troncos y ascensores,
a través de láminas grises
donde flotan tus automóviles cubiertos de dientes,
a través de los caballos muertos y los crímenes diminutos,
a través de tu gran rey desesperado
cuyas barbas llegan al mar.