lunes, 31 de julio de 2023

Aldo. Un cuento de Juan José Saer.


La boca cumple un enorme papel: toma
el vino tinto, de a poco, a lo largo de la noche,
y devuelve, incansablemente, iluminándose, el verbo.
Y cuando está en silencio, los labios se mueven todavía,
se estiran, se entreabren porque los dientes, sin motivo,
sin ninguna pasión, por pura costumbre, se aprietan.
Es, se ve bien, un reflejo que viene desde el fondo, o mejor
dicho desde el principio. La calvicie
no alcanza más que la coronilla, la frente,
y en la nuca, y a los costados, el pelo grisáceo termina
humildemente, escarolado, insumiso.
En el conjunto, la cabeza vendría a ser
de un gris ceniza evanescente, la cara
rojiza, a causa quizás del vino, y los hombros,
cubiertos por el saco azul marino, resaltan,
como contra un infinito, contra el afiche amarillo pegado a la pared.
Está todo aureolado, si se quiere, de grafismos negros.
La mesa del bar, al lado de la vidriera, es, entre todos,
el mejor lugar; sobre la mesa
el vaso de vino, medio lleno, que la mano,
negligentemente, toca: de esas manos, se ha sabido decir
que, como las de Borges, son blandas, evasivas. Las ha ocultado
parece, a medias, desde siempre: ¿un complejo? Y a veces
sin embargo, pueden moverse, elegantes, en el aire,
diciendo un alegato mudo en favor, por ejemplo de Baudelaire,
y en ellas, entonces, todo lo qué le queda de pasión se concentra.
Pero no es, propiamente, una pasión:
son como unas señales, rápidas, que le llegan, de vez en cuando, desde
lejos, desde el fondo, probablemente, o desde el principio,
y alrededor de cuyo centelleo, todos sus días,
que él se dice vivir, inútilmente, en dispersión,
como un milagro austero, para el oyente, se reúnen.

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