El tren se detuvo en la estación Belgrano R. Ella bajó. El perfume de los paraísos de la calle Echeverria le llegó dulzón, le gustaban esas veredas sombreadas, tan detenidas en el tiempo.
La panadería del gallego Juan, regalaba aroma a pan recién horneado, le recordó que no había desayunado.
Su reloj marcaba las diez de la mañana. Sólo las hojas le hacían compañía, bailando ante su paso. Era extraño, por momentos una bruma se desprendía de las paredes y caminaba a su lado.
Cruzó la calle Cramer.
¡Volver!
La casa de las tías quedaba cerca.
Regresaba como un ave sin rumbo, sin darse cuenta se encontró frente a su nido.
Tocó timbre. Tras las rejas negras, un pasillo corto llevaba a la puerta principal. Escuchó la llave que giraba con un sonido a óxido y trabazón.
Clarita se asomó. Gritó de alegría al verla, intentó correr arrastrando las ojotas gastadas, daba risa verla. Abrió la reja y se abrazaron. La cubrió de besos, la pinchó con sus bigotes de mujerona sin coquetería.
Entraron. La casa estaba sumida en un celaje. Las paredes, las puertas desdibujadas, sólo Clarita era real en aquel patio ajedrezado. Las macetas cantaban al verde de las alegría del hogar y helechos, como si la vida no hubiera pasado o a pesar de ella las plantas fueran las mismas. Nada había cambiado. Sólo ella era diferente. Desde la cocina llegaba un olor a galleta recién horneada. La tía Clarita sonreía feliz.
—¿Y las tías Pepa y Lola? —preguntó asombrada de no verlas.
—Salieron. ¿Querés tomar mate?
Publicado en http://mariarosag.blogspot.com.ar/
Siempre amable, Clarita la miraba encantada de tenerla de nuevo en la casa, le reían los ojos chiquitos y achinados. Fue a la cocina.
Isabel quedó sola, desde la pared del comedor, la luna del espejo le devolvía una imagen joven, su imagen.
La tía regresó con una bandeja, y galletas con perfume a vainilla. Al darle el primer mate le acarició las manos, brotaban lágrimas de sus ojos.
Llegó el sonido de la puerta que se abría, las otras habían regresado. El taconeo de sus zapatos, anunció que seguían siendo dos milicos que marchaban al unísono en un desfile imaginario.
Al verla se detuvieron. Ni una pizca de alegría y unificaron su mirada de escarcha. La niebla regresó, pareció cubrir el comedor.
—¿Qué haces vos por acá? —preguntó la tía Lola.
Frías, lejanas. Las dos la miraban desde su muralla. Esa pregunta dijo más que cien palabras, la examinaban tratando de ver hasta lo recóndito de sus entrañas. Los ojos de Isabel se enturbiaron. De pronto, le pareció que deseaba dar media vuelta y echar a correr, como cuando era chica y ellas la retaban. Las voces y los rostros se esfumaron de su campo visual.
Las veía a través de una niebla gris. Tratando de ser amable respondió:
—Vine a visitarlas, ¿Hay algún problema?
—No querida ningún problema, es un gusto verte —respondió la tía Clarita, antes que una de sus hermanas abriera la boca— vamos, te muestro tu cuarto, lo mantengo igual. La siguió.
— Isabel: ¿Te vas a quedar? —la voz de la tía Lola sonó agria a sus espaldas. Se volvió y la miró desafiante.
— Sí, ¿por?
—Por la valija. ¿Te quedás mucho tiempo?
No respondió, salió acompañada por Clarita. El pasillo, los muebles; todo era confuso.
Su habitación estaba igual.
Clarita la abrazó con ganas, le acariciaba la cabeza; se notaba que estaba feliz.
—Descansa —le dijo y se quedó frente a ella, le expresaba su cariño por los ojos— luego te llamo a almorzar.
Al morir su madre, Isabel tenía nueve años. Clarita fue mamá y tía. Cariñosa, le regalaba los mimos que las otras dos le negaban.
Recorrió el cuarto, las fotografías danzaban un baile de nostalgia. La abuela Margarita. Evocaba a aquella anciana doblada, que caminaba con bastón, Tac tac, tac tac, lenta y suave en sus gestos. La tía Clarita se parecía a ella.
En otra fotografía la imagen de su madre le arrancó una sonrisa mojada. Un porta retrato mostraba a las tías Lola y Pepa, se las veía jóvenes. Llevaban en su cara un sello de acritud. Fue difícil vivir con ellas. Eran viejas de corazón, antes de serlo por edad.
Tenía veinte años cuando tomó la decisión de irse. Prefirió partir, antes de terminar pareciéndose a ellas.
Soñaba vivir. ¡Vivir! Como si fuera tan fácil protagonizar sueños, darles vida…
Otra vez la niebla le cerraba la visión, debía ser su vista.
Cerró la puerta. La cama era una invitación a su cansancio. El viaje había sido largo, demasiado largo. Dejó que su cuerpo se aflojara y se cubrió con una manta.
Lily escuchó una voz entrecortada que gemía.
Entreabrió la puerta del dormitorio. La anciana dormía profundamente, sus manos abanicaban el aire, espantando moscas invisibles.
Lily se acercó, la miró con cariño. Otra vez sus pesadillas
— ¡Señorita! ¡Despierte! —Acarició el brazo de la anciana— ¡despierte que me asusta verla así!
Corrió las cortinas, la luz avanzó iluminando la habitación. La anciana abrió los ojos. Estaba empapada y en un sopor del que no lograba reaccionar. Se sentó en la cama tratando de regresar de ese mundo del pasado donde las imágenes se vuelven tan reales que espantan. Miró a su alrededor, todo le parece desconocido, no logra entrar en la realidad. Tiene la boca seca como de ceniza y arena.
—Otra maldita pesadilla —murmuró.
—¿Quiere que le traiga un tecito? —la voz de Lily le llegaba lejana.
—No, es temprano, no tengo ganas. Anda, seguí con tus cosas, en un momento se me va a pasar el aturdimiento e iré a la cocina.
La joven se aleja e Isabel queda sola intentando entender ¿dónde está? Recorre con su mirada los cuadros, las imágenes familiares. Reconoce los rincones se ubica en el tiempo y sonríe.
Sobre la calle Echeverria, el sol ilumina el jardín y los jazmines comienzan a perfumar la mañana.
Autora: María Rosa Giovanazzi.
http://mariarosag.blogspot.com.ar/
1 comentario:
¡Mira que sorpresa! Entre para ver lo de Edmundo Rivero y veo mi cuento. Gracias Guillermo, espero que te haya gustado.
Un abrazo.
mariarosa
Publicar un comentario