LA CASONA
por Silvia Angélica Montoto.
Esther cerró la pesada puerta de roble. Hizo girar la llave y la guardó en su cartera.
Posó su mirada por la madera desteñida y pensó: ¡Ya le haría falta una mano de barniz!, e inmediatamente cambió su pensamiento…
-¿Qué sentido tiene si ya no me pertenece? …Y una sombra de tristeza cruzó por sus pupilas azules…
Le dio la espalda y tras ella quedaron encerrados entre esas paredes, los fantasmas de una larga historia familiar donde había trascurrido su infancia, su adolescencia y su triste soltería.
Allí, había criado a sus hermanos menores. Allí, había cuidado a su padre enfermo y más tarde a su madre, hasta el último suspiro de su larga agonía.
Allí había tejido y destejido, como Penélope, el ovillo interminable de sus esperanzas.
El amor nunca acudió a su llamado. Nunca supo de una caricia,
de un beso, de unos ojos posados en los suyos con el lenguaje mudo del deseo desatado junto a su cuerpo.
Una bocina en la calle, frente a la casona, la sacó de sus pensamientos.
Tomó sus maletas y lentamente caminó por el sendero del parque rodeado de tamarindos hacia la salida.
El muchachito del taxi se adelantó para ayudarla con el peso de su carga.
-¡Buenos días doña Esther, con que de paseo no!
-¡Buenos días Mingo!…Perdón por la demora.
El chico le dio un cariñoso beso en la mejilla y la guió abriéndole la puerta del coche.
Literalmente lo había visto nacer. Porque Esther, había ayudado a la madre del muchacho en el parto y lo quería como a un hijo.
Jamás olvidaría después, el llanto de ese niño abrazado a su madre desconsolada, cuando en un cruce de paso a nivel y siendo muy joven, su padre había perdido la vida.
Cuando el coche se puso lentamente en marcha, Esther volteó la cabeza y por la ventanilla trasera, tras la polvareda del camino miró perderse de su vista la última imagen de la vieja casona.
Sus dos hermanos, Manuel, tres años menor que ella, y Luis al que le llevaba diez años, habían resuelto vender la casona de la familia. Sus argumentos eran lógicos según su punto de vista.
Esther ya era demasiado mayor para el trajín que dignificaba mantener la casa
Además nadie más que ella podía mantenerla, porque ellos,
demasiado ocupados, y sus esposas e hijos, totalmente indiferentes por esa propiedad, habían hecho que cada vez se deteriorara más y venderla era lo más acertado antes de que no valiese nada.
Esther, creyó en primer momento que la idea de sus hermanos era comprar para ella una propiedad más pequeña, quizás un departamento en la ciudad, pero sus ilusiones murieron cuando en cambio, Manuel le dijo que viviría con ellos. La casa era grande. El hijo mayor ya se había casado y vivía en el interior, y la menor Erika, era una adolescente moderna e independiente que para nada la molestaría…
En cuanto a Luis, la idea de su hermano le vino como anillo al dedo, porque Lola, su mujer, no hubiese aceptado jamás convivir con su cuñada.
Detestaba a esa mujer vieja y fracasada, que sería sin dudas una nota discordante en sus vidas modernas y liberales.
Nadie le consultó su parecer. Nadie leyó en sus ojos el dolor de saberse de pronto, nadie… Nadie imaginó su corazón estrujado de tristeza al sentirse despojada de su historia, menospreciada en sus valores. La casona junto al río, pasó a ser una cosa más, un recuerdo en el archivo de su vida. Una vez más había perdido…
Los muebles de la casona fueron a parar a una compraventa. Ni siquiera pudo conservar los de su dormitorio porque, al decir de su cuñada, desentonaban con los del resto de la moderna casa donde vivían.
Así, confinada a la intimidad del dormitorio que había pertenecido a su sobrino, Esther se refugiaba con sus recuerdos y su tristeza.
Manuel - le dijo un día a su hermano - En el departamento de servicio que está al fondo, ¿Podría yo armar mi casita? Creo que sería bueno para todos. Me siento un poco extraña, usurpando sus lugares, invadiendo de alguna manera la intimidad de tu familia…
-Lo hablaré con mi mujer pero… ¿acaso no te sentís parte de la familia Esther?
-No, no es eso. Es que siempre estuve acostumbrada a ser independiente, de organizar mi vida, y ahora en cambio dependo absolutamente de ustedes.
Ese mediodía, cuando Esther se retiró de la mesa, Manuel le comentó a su mujer el tema.
Ella primero tuvo un gesto de extrañeza que fue tornándose luego en uno de alivio.
Sin contestar nada quedó en silencio, como reflexionando sobre la propuesta.
-¡Sería fantástico! - dijo Érika, la hija adolescente, que siempre se caracterizaba por su desidia con respecto a cualquier tema familiar.
Ambos la miraron interrogantes…y la joven concluyó con una sonrisa.
-¡La tía estará más feliz!... Tendrá su propia casa nuevamente, vivirá como en la casona, cosiendo, haciendo sus ricas tortas… ¡Qué lindo que era!... ¿Se acuerdan cuando la visitábamos los fines de semana?
Manuel la miró con lágrimas en los ojos. Su esposa asintió con la cabeza y por un instante su rostro se sonrojó de vergüenza ante la notable sensibilidad de su hija., que ponía de relieve su propio egoísmo.
Lentamente la casita fue tomando forma. Érika y sus amigos, dirigidos por Esther, pintaron paredes, colgaron cuadros, distribuyeron muebles…En los macetones del jardín, pusieron plantas de coloridas flores. Y como corolario, la jovencita trajo desde su cuarto el pequeño televisor, haciendo oídos sordos a Esther que no quería aceptarlo.
-¿Para qué lo quiero yo? Con la inmensa pantalla del living alcanza y sobra. Además vendré a ver contigo la novela. No te librarás de mi presencia tan fácilmente, viejita linda- agregó…
Esther no cabía en sí de la alegría…Ella, que lo había perdido todo, en el amor de aquella chiquita, la vida se lo había devuelto…
Mingo miró el reloj. Hacía exactamente quince minutos que esperaba a doña Esther. Tocó por enésima vez la bocina, bajó del taxi y fue hacia la casa.
-¡Doña Esther! - gritó mientras golpeaba la pesada puerta de roble. Al tocar el picaporte esta cedió y ya dentro de la casa se dirigió al dormitorio presintiendo algo malo.
-Ay, Mingo, muchacho, me he quedado dormida!. ¿Qué hora es?
-Dese prisa Doña Esther. El señor Manuel me encargó llevarla antes de las 10. ¿La ayudo, quiere?
Esther cerró la pesada puerta de roble. Giró la llave y la guardó en su cartera… ¡Le hace falta una manito de barniz! - Dijo recordando su sueño….Luego, detrás de Mingo que cargaba sus maletas, miró por última vez la vieja casona y comenzó su lenta caminata por el caminito del parque rodeado de tamarindos.
2 comentarios:
Una realidad de vida que esta muy cercana a la actualidad.La narración me fue llevando hasta encontrar en el final la verdadera historia que ojalá transforme en verdad el sueño.
mariarosa
Recién hoy 21 de septiembre leo este relato corto de mi buena amiga Silvia, me encantó, seguramente la madurez de la vida nos ha llegado en el mismo envio y por eso gustamos las mismas golosinas. ¡ne dejes nunca de remover pensamientos con tus relatos. ¡un beso!
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