miércoles, 20 de marzo de 2013

ESTA VIDA DE PUESTERO por Jorge Castañeda.



EL SIGUIENTE RELATO SOBRE UN PUESTERO DE LA MESETA PATAGÓNICA PERTENECE AL ESCRITOR RIONEGRINO JORGE CASTAÑEDA POBLADOR DE VALCHETA, LINEA SUR RIONEGRINA, PLENA PATAGONIA ARGENTINA.

Ernesto Porcel supo ser puestero toda su vida. Claro que sus vivencias son cosas que muy pocos imaginan, porque no saben lo que es la vida en el campo. Ignoran cuando el viento helado de la meseta sabe cortar impiadoso la piel de la cara y de las manos. Y aunque sea con ventisca o nevada hay que salir a recorrer los cuadros para ver la hacienda. Fijarse como están los alambrados, atender el molino, ver si hay algún brote de sarna. Perseguir al zorro colorado o al puma predador. Y en verano soportar el sol impiadoso que pareciera quebrantar hasta la dureza de los basaltos. Es dura la vida en la meseta de Somuncurá, porque la naturaleza no da tregua al hombre que debe medirse con ella en forma cotidiana. En el campo hay que andar con cuidado. Eso se sabe.
Don Ernesto es un hombre parco de palabras. Se toma su tiempo si tiene que contestar. Eso se llama prudencia y no se enseña en la escuela. Viste bombacha, pañuelo de cuello, una faja de color negro y alpargatas. Lleva siempre su cuchillo, un eskiltuna, el preferido de los paisanos. Al lado del puesto siempre atento está su compañero de tantos años: el caballo. Imprescindible para las tareas camperas. Muchas veces de estos nobles animales depende la vida en aquellas soledades de viento y de silencios. El caballo de la meseta es especial: resistente, de largo aliento, aguantador y de tan acostumbrado que está al ambiente hostil no pisa ni siquiera una sola espina de los tunales. Se acostumbran al medio como se acostumbran los hombres y mujeres que viven arriba en la meseta.
Don Porcel supo asentar sus reales por una ponchada de años en el Puesto “Las Cortaderas”, de la estancia “El Rincón”, del paraje Chipauquil arriba.
Una casa de material de dos habitaciones: adentro, una cocina económica a leña, una mesa, algunos asientos con cueros de ovejas, una lata vieja de galletitas llena de tortas fritas sin levadura. Afuera, a la vera de la misma, un corral de pirca y si uno es observador verá algunos vestigios líticos como piedras de boleadoras, flechas, manos de morteros, que cuentan la historia de un tiempo distinto. Un gran cañadón que cuando hay abundantes lluvias el agua suele arrastrar todo lo que encuentra en su camino y que una vez supo hasta desarraigar de cuajo el molino. Cuando el viento sopla fuerte y se encajona –la mayoría de los días- se hace cierto que las piedras hablan, ante lo cual el pajuerano se asusta, pero los pobladores como don Porcel como si nada, porque están acostumbrados. Así es la vida para sufridos productores que arriba de la mesada aguantan todos los contratiempos. Sin quejarse. Sin contar a nadie sus padecimientos, porque tienen una dignidad que poco se conoce en los escritorios de los que mandan. Y aparte ¿A quién? Si saben que las soluciones no llegan, ni llegarán nunca y que cuando algo llega, llega a destiempo y tarde. Porque para muchos técnicos y políticos los hombres que viven en el campo son solamente una planilla o una estadística. Y sin embargo son ellos los que producen toda fuente de riqueza.
Primero en Chipauquil hay que pasar por el casco de la estancia donde Atilio Quintriqueo y su esposa Gladys se desviven en atenciones y después pasar el mallín, hacer unas leguas estribando la meseta, llegar al puesto “Paredes” y luego de otro trayecto ver allá abajo entre unos cerros chatos la casa de Don Ernesto Porcel.
Una vez, una tarde con un cielo celeste y despejado del mes de Abril vi unos pajaritos que aleteaban y volaban casi a ras del suelo. Yo le pregunté: -Y esos pajaritos, don Porcel. Después de tomarse su tiempo me contestó: -va nevar. Yo no entendía nada y le volví a preguntar: -Qué pajaritos son esos, dado que no los conozco. Y don Ernesto me dijo: -Va nevar porque son pájaros que anuncian la nieve. Yo me quedé asombrado, pero antes de una hora el cielo se empezó a cubrir y salimos nevando de “Las Cortaderas”. Tenía razón nomas don Ernesto Porcel.
Es que saben leer en el mapa de la experiencia. Conocen la huella de los animales, el estado del tiempo y tienen una sabiduría empírica que pocos se imaginan.
Hoy, ya jubilado, vive avecinado en su casita de Valcheta. A veces le doy la mano y charlo un rato con él.
Y pienso ¡Qué deuda grande que tenemos los rionegrinos con estos hombres y mujeres como don Ernesto Porcel! Lo dieron todo a pesar de vivir casi sin nada. Los rigores de la vida en la Patagonia a veces se cobran su precio con la gente de campo que siempre espera un tiempo mejor. Un tiempo que los recompense de tantos esfuerzos, de tanto esperar la lluvia para terminar con la sequía de los campos, de la lucha contra las plagas, de la ceniza volcánica, de los bajos precios de la lana y del pelo de cabra.
Así es la vida en el sur de la provincia de Río Negro para los productores que viven arriba de la meseta: dura y sufrida como casi ninguna.
Por eso hombres como don Ernesto Porcel son un ejemplo. No hay que buscarlos muy lejos. Están cerca de nosotros y son nuestros comprovincianos.

1 comentario:

mariarosa dijo...

Que hermosa historia. Cuantas costumbres que los de La ciudad no conocemos. Me gustó.

Te cuento que tengo un relato que está en concurso, nunca lo publique y cuenta la vida de un hombre que vive en Mendoza. Y al que el viento Zonda le trae voces de unos niños mapuches a los que mató para quitarle unas pepitas de oro. Eso había sucedido al sur del Río Negro. Ahora al leer este cuento veo que el clima es salvaje como yo lo describí en mi historia y me asombra, ya que no conozco la zona. ¿Qué cosas que hace la imaginación no?
Inventamos personajes y la realidad los asemeja con los reales.

saludos.

mariarosa