Entrañable e inseparable de nuestro universo infantil, el
juntar figuritas es una experiencia única, fundadora: con ellas se aprenden los
números antes que en la primaria, se reconocen los mecanismos de funcionamiento
del mundo -la lógica de la oferta y la demanda, la interdependencia del
trueque, la compulsión del consumo- se saborea el vértigo del riesgo en el
juego, se envidia y se aprende la jactancia, el orgullo de llenar un álbum, de
conseguir “la única que me falta”. Se acostumbra a perder, también.
Escuela de educación social, los pibes aprenden -aprendimos-
las diferencias de clase por el poder adquisitivo de figuritas antes que por
otra cosa: siempre hay alguno en el barrio que “se compró una caja” y llenó el
álbum en dos días.
Entre el cartón escenográfico del fútbol-espectáculo y el
otro cartón, el de la tapa de “El Gráfico”, el futbolista de carne y hueso no
dudará en el momento del balance: ni la una ni la otra. El privilegio de ser un
símbolo, casi una estampita entre los dedos sucios de uñas comidas en un
destino insuperable. Como lo he sabido de un oscuro volante que pasó por Lanús
alguna vez y que nunca fue reportaje o nota a color. Cierta vez me apuntó con
el dedo señalándome el pecho, el lugar donde yo debería guardar la sin duda
valiosa confesión y me dijo:
–Yo, pibe... en el
’56 fui figurita difícil. Luego de las
últimas batallas válidas para el corazón del hombre -contra sí mismo, contra el
olvido, por amor, por la esperanza- un rostro borroneado en un redondel de cartón
es la medalla mayor que ningún coronel puede ostentar, pero sí cualquier penoso
insider acosado por un retiro efectivo sin cargos ni galones. Porque los
caminos de la gloria son insondables como las gambetas de Rojitas o el bolsillo
más profundo y lleno de pelusas de la infancia donde guardábamos las figuritas
Starosta.
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