Le dolían los pies. Las piedritas del camino penetraban en las alpargatas y le hacía ver las estrellas. El sol caía como un manto caliente.
La blusa se pegaba a su espalda y cada tanto, gotas de sudor, bajaban hasta su cuello y rodaban por la curva de su espalda produciéndole un cosquilleo.
Pobre compadre Funes, pensó, venir a morirse en pleno verano.
La calle de tierra no tenía ni un miserable árbol donde guarecerse. A los costados sólo un alambrado, más allá, campos y más campos sembrados.
Un carro pasó destartalándose en el surco de la senda polvorienta, la voz de don Natalio surgió ronca:
—Buenas tardes doña Sabrina.
—Buenas tardes —respondió.
Él siguió sin ofrecerle llevarla hasta el pueblo, negro bruto, dijo entre dientes.
Ya estaba cerca de las primeras casas, las veredas ofrecían la sombra de una hilera de sauces y por momentos la brisa suave dejaba llegar su alivio con aromas de menta y lavanda. El cielo había cambiado, las nubes tapaban la furia de ese verano tórrido.
Al fin llegó al velorio de Funes. Un grupo de paisanos conversaban en la puerta de calle. Le dieron paso respetuosamente.
Entró. Fue a saludar a la viuda, doña Remigia se derramó en lágrimas al verla, el escote del vestido de la mujer era demasiado provocativo para ese momento, los senos que se le escapaban sin pudor. Sabrina la abrazó y luego se acercó al finado. Hizo la señal de la cruz.
Funes era una bolsa de huesos. La impresionó la blancura de la piel y el pelo. ¡Cuánto había cambiado!
Sobre una mesita varias imágenes religiosas presidian una asamblea de santos. No sabía que el compadre fuera tan creyente, se dijo. Varias velas rojas de diferente tamaño daban al ambiente un olor a cera e incienso, que mareaba. A un costado del cajón dos cirios de pie flameaban su llama amarillenta.
Rezó un ave María.
Funes pareció mover las manos. Ella se inquietó. Sumida en una alucinación lo vio revolverse en la caja, luego elevarse. Sabrina se apoyó en una silla y buscó a la viuda con los ojos, no estaba. Los vecinos seguían en la puerta. Intentó gritar y no pudo. Retrocedió, el olor de los cirios era más potente ahora. El finado, de pie, se elevó hasta una ventanita que estaba en lo alto de la pared y espío. Maldijo en voz baja.
Las velas se apagaron, dejando caer lagrimones de cera sobre el piso de cemento, sólo las rojas permanecían encendidas. Un espesor de niebla invadió la habitación. Sabrina quiso escapar y sus piernas no respondieron. Transpiraba y no era culpa del calor. Estiró el brazo y con el pañuelo apagó las velas rojas.
Don Funes se estremeció y descendió lentamente. Se sentó en el cajón. Le sonrió con su boca desdentada, se acostó y quedó con un rictus amargo en la cara. La niebla escapó por la ventana. Sabrina temblaba. Estaba sola frente al finado que cruzó las manos sobre el pecho y así quedó.
Sabrina fue a la habitación de al lado, la puerta estaba apenas entreabierta. ¿Qué había visto el finado? Se asomó y los vio: la viuda y el capataz de los Martínez, estaban abrazados, se tocaban, se besaban con tantas ganas que no advirtieron su presencia.
Cerró y fue a la cocina. Dos vecinas preparaban el mate, les quiso hablar, contarles lo que le había sucedido y no pudo, su lengua era un trozo de cartón.
Entró doña Remigia arreglándose el pelo. Un resto de sonrisa le bailaba en la boca, se sentó y rompió a llorar. Sabrina no aguantó el teatro que la Remigia fingía y sin decir palabra salió de la cocina, llevándose una silla por delante, ante los ojos asombrados de la viuda que seguía gimiendo su pena.
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