En "La tempestad", obra escrita por Shakespeare en 1611, Caliban, el salvaje, evoca a Setebos y vuelve a hacerlo hacia el final del texto. Setebos, el dios patagónico. La criatura a quien temían los tehuelches. Cuando ellos observan a esos maltrechos españoles de Magallanes que desembarcan en las playas santacruceñas creen que están frente al mismo demonio.
Casi concluyendo, en el acto IV, Próspero (que no es otro que el mismo dramaturgo) nos dice: "estos actores, estos espíritus se han disipado en el aire…." "estamos hechos de la materia de los sueños y nuestra breve existencia se acaba como un sueño". Shakespeare se está despidiendo. Ya puede regresar a Stratford, donde nació. Todavía hoy es un pueblo chico, uno hasta puede encontrarse por ahí con sus parientes: los cisnes, que nadan en el río Avon y que se pierden en el atardecer, por debajo de los puentes.
A los dieciocho años William se había ido, con las cacerolas de Ana, su mujer, volándole por la cabeza, buscando un mejor destino para su familia. Tal vez antes de llegar a Londres se haya detenido en Oxford para estudiar. Pero nada se sabe a ciencia cierta de aquellos años juveniles, antes que sus textos comenzaran a iluminar el cielo de Inglaterra. Conjeturas. Misterio. Uno lo puede imaginar, entre el público, viendo a Edward Alleyn, el actor, interpretar a uno de los grandes personajes de Christopher Marlowe, Tamerlán, y terminando, conmovido, por decidir su futuro.
Lo que aprendió Shakespeare para llegar a ser el más grande de los dramaturgos, lo descubrió en los arrabales, escuchando las historias del pueblo en sus inflexiones idiomáticas. Su gran verso, su descomunal fuerza lírica, reproduce el golpeteo rítmico del corazón de cada cual: así habla John Falstaff y también Miranda, Saturnino, Otello, Próspero, Ricardo III, el Rey Juan, el Rey Lear, Cordelia y sus hermanas, Oberon, Puck, Titania (estos tres últimos convocados por el maestro Alfredo Fidani en Bariloche, en 2014, junto a la banda que habita "Sueño de una noche de verano"). Así hablan Romeo y Julieta y Hamlet. Ellos nos dicen lo que por secreto y vergüenzas, callamos. ¿Qué recordamos? ¿Su muerte? Nos equivocamos: como también ocurre con Cervantes: sus personajes están vivos, son capaces de susurrarnos al oído lo que no nos atrevemos a confesar, son capaces de hacernos escuchar la voz de un dios de nuestra tierra sureña que recorre desde siempre nuestro paisaje.
Shakespeare fue muy ordenado para nacer y para morir, nació un 26 de abril y falleció un 23 del mes de la primavera. Eso sí, murió por glotón, como el rey Enrique VIII. Ese día comió demasiados arenques a la miel y no tuvo ningún reparo con la cerveza. Es que tenía nostalgia de los tiempos en que con sus compañeros trasladaba los pilares de cedro salvados del incendio de El Globo y se detenía a medio camino, en la Posada de las Brujas, para un ligero refrigerio.
Autor: Alejandro Finzi - Dramaturgo y docente de la UNC.
Publicado en el Diario "Río Negro", sábado 23 de abril de 2016.
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