LA CIUDAD DE CAÍN.
Tanto es igual la sombra como el día, o el día enlutado,
o el viento que gime en las esquinas o el lobo del hambre.
¿Por qué odiar entonces al semejante, por qué temer
sus máquinas infernales, domesticadas con botones
y sexos, sus agrios tufos de pasiones a pila,
si el hombre sólo ama la soledad de su dios y mata
para estar solo y estar en paz consigo mismo
y con su bestia?
Dios vuelve por él a los altares con sigilo de tigre
y allí se instala ante el silencio de su criatura degradada.
¿Por qué odiar el crimen o el sacrificio
a los altivos númenes de la destrucción,
si dulce es la sangre para las estadísticas del miedo
y es convincente el giro de la diaria proclama y
todo está bien dentro del círculo
y es terror el deleite del sol que flamea
como estandarte del sagrado tirano?
Los aplausos son ramas feraces en la viña del pueblo.
¿A qué aguardar otra condenación
si Dios es hombre para el hombre y bestia
para la bestia humana
y magia para la máquina de estado que gobierna sin límites?
Porque otra cosa hubiese sido que muriese
con la sangre de la primera víctima,
pero el dios es eterno como el hombre
y cuando mata es Dios el que mata por él y si se acopla
es Dios quien baja a alimentarse de su propio rebaño.
El tirano sonríe complacido
ante la multitud del gran dios hecho hombre,
y sonríe también
ante la multitud de la bestia hecha hombre.
Y el error nunca importa pues hay tiempo de sobra
para rehacer el reino hasta el fin de la tierra.
--Y aquí la duda, ya que no se concibe fin alguno
para la gloria de lo que está hecho.
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