Una América entera tuvo voz en tu voz. |
Muchos años después, frente al pelotón de fusilamiento, el
coronel Aureliano Buendía había de recordar aquella tarde remota en que su
padre lo llevó a conocer el hielo. Macondo era entonces una aldea de veinte
casas de barro y cañabrava construidas a la orilla de un río de aguas diáfanas
que se precipitaban por un lecho de piedras pulidas, blancas y enormes como
huevos prehistóricos. El mundo era tan reciente, que muchas cosas carecían de
nombre, y para mencionarlas había que señalarlas con el dedo. Todos los años,
por el mes de marzo, una familia de gitanos desarrapados plantaba su carpa
cerca de la aldea, y con un grande alboroto de pitos y timbales daban a conocer
los nuevos inventos. Primero llevaron el imán. Un gitano corpulento, de barba
montaraz y manos de gorrión, que se presentó con el nombre de Melquíades, hizo
una truculenta demostración pública de lo que él mismo llamaba la octava
maravilla de los sabios alquimistas de Macedonia. Fue de casa en casa
arrastrando dos lingotes metálicos, y todo el mundo se espantó al ver que los
calderos, las pailas, las tenazas y los anafes se caían de su sitio, y las
maderas crujían por la desesperación de los clavos y los tornillos tratando de
desenclavarse, y aun los objetos perdidos desde hacía mucho tiempo aparecían
por donde más se les había buscado, y se arrastraban en desbandada turbulenta
detrás de los fierros mágicos de Melquíades. "Las cosas tienen vida propia
-pregonaba el gitano con áspero acento-, todo es cuestión de despertarles el
ánima." José Arcadio Buendía, cuya desaforada imaginación iba siempre más
lejos que el ingenio de la naturaleza, y aun más allá del milagro y la magia,
pensó que era posible servirse de aquella invención inútil para desentrañar el
oro de la tierra. Melquíades, que era un hombre honrado, le previno: "Para
eso no sirve." Pero José Arcadio Buendía no creía en aquel tiempo en la
honradez de los gitanos, así que cambió su mulo y una partida de chivos por los
dos lingotes imantados. Úrsula Iguarán, su mujer, que contaba con aquellos animales
para ensanchar el desmedrado patrimonio doméstico, no consiguió disuadirlo.
"Muy pronto ha de sobrarnos oro para empedrar la casa", replicó su
marido. Durante varios meses se empeñó en demostrar el acierto de sus
conjeturas. Exploró palmo a palmo la región, inclusive el fondo del río,
arrastrando los dos lingotes de hierro y recitando en voz alta el conjuro de
Melquíades. Lo único que logró desenterrar fue una armadura del siglo xv con
todas sus partes soldadas por un cascote de óxido, cuyo interior tenía la
resonancia hueca de un enorme calabazo lleno de piedras. Cuando José Arcadio
Buendía y los cuatro hombres de su expedición lograron desarticular la
armadura, encontraron dentro un esqueleto calcificado que llevaba colgado en el
cuello un relicario de cobre con un rizo de mujer.
En marzo volvieron los gitanos. Esta vez llevaban un
catalejo y una lupa del tamaño de un tambor, que exhibieron como el último
descubrimiento de los judíos de Amsterdam. Sentaron una gitana en un extremo de
la aldea e instalaron el catalejo a la entrada de la carpa. Mediante el pago de
cinco reales, la gente se asomaba al catalejo y veía a la gitana al alcance de
su mano. "La ciencia ha eliminado las distancias", pregonaba
Melquíades. "Dentro de poco, el hombre podrá ver lo que ocurre en cualquier
lugar de la tierra, sin moverse de su casa." Un mediodía ardiente hicieron
una asombrosa demostración con la lupa gigantesca: pusieron un montón de hierba
seca en mitad de la calle y le prendieron fuego mediante la concentración de
los rayos solares. José Arcadio Buendía, que aún no acababa de consolarse por
el fracaso de sus imanes, concibió la idea de utilizar aquel invento como un
arma de guerra. Melquíades, otra vez, trató de disuadirlo. Pero terminó por
aceptar los dos lingotes imantados y tres piezas de dinero colonial a cambio de
la lupa. Úrsula lloró de consternación. Aquel dinero formaba parte de un cofre
de monedas de oro que su padre había acumulado en toda una vida de privaciones,
y que ella había enterrado debajo de la cama en espera de una buena ocasión
para invertirlas. José Arcadio Buendia no trató siquiera de consolarla,
entregado por entero a sus experimentos tácticos con la abnegación de un
científico y aun a riesgo de su propia vida. Tratando de demostrar los efectos
de la lupa en la tropa enemiga, se expuso él mismo a la concentración de los
rayos solares y sufrió quemaduras que se convirtieron en úlceras y tardaron
mucho tiempo en sanar. Ante las protestas de su mujer, alarmada por tan
peligrosa inventiva, estuvo a punto de incendiar la casa. Pasaba largas horas
en su cuarto, haciendo cálculos sobre las posibilidades estratégicas de su arma
novedosa, hasta que logró componer un manual de una asombrosa claridad
didáctica y un poder de convicción irresistible. Lo envió a las autoridades
acompañado de numerosos testimonios sobre sus experiencias y de varios pliegos
de dibujos explicativos, al cuidado de un mensajero que atravesó la sierra, se
extravió en pantanos desmesurados, remontó ríos tormentosos y estuvo a punto de
perecer bajo el azote de las fieras, la desesperación y la peste, antes de
conseguir una ruta de enlace con las mulas del correo. A pesar de que el viaje
a la capital era en aquel tiempo poco menos que imposible, José Arcadio Buendía
prometía intentarlo tan pronto como se lo ordenara el gobierno, con el fin de
hacer demostraciones prácticas de su invento ante los poderes militares, y
adiestrarlos personalmente en las complicadas artes de la guerra solar. Durante
varios años esperó la respuesta. Por último, cansado de esperar, se lamentó
ante Melquíades del fracaso de su iniciativa, y el gitano dio entonces una
prueba convincente de honradez: le devolvió los doblones a cambio de la lupa, y
le dejó además unos mapas portugueses y varios instrumentos de navegación. De
su puño y letra escribió una apretada síntesis de los estudios del monje
Hermann, que dejó a su disposición para que pudiera servirse del astrolabio, la
brújula y el sextante. José Arcadio Buendía pasó los largos meses de lluvia
encerrado en un cuartito que construyó en el fondo de la casa para que nadie
perturbara sus experimentos. Habiendo abandonado por completo las obligaciones
domésticas, permaneció noches enteras en el patio vigilando el curso de los
astros, y estuvo a punto de contraer una insolación por tratar de establecer un
método exacto para encontrar el mediodía. Cuando se hizo experto en el uso y
manejo de sus instrumentos, tuvo una noción del espacio que le permitió navegar
por mares incógnitos, visitar territorios deshabitados y trabar relación con
seres espléndidos, sin necesidad de abandonar su gabinete. Fue esa la época en
que adquirió el hábito de hablar a solas, paseándose por la casa sin hacer caso
de nadie, mientras Úrsula y los niños se partían el espinazo en la huerta
cuidando el plátano y la malanga, la yuca y el ñame, la ahuyama y la berenjena.
De pronto, sin ningún anuncio, su actividad febril se interrumpió y fue
sustituida por una especie de fascinación. Estuvo varios días como hechizado,
repitiéndose a si mismo en voz baja un sartal de asombrosas conjeturas, sin dar
crédito a su propio entendimiento. Por fin, un martes de diciembre, a la hora
del almuerzo, soltó de un golpe toda la carga de su tormento. Los niños habían
de recordar por el resto de su vida la augusta solemnidad con que su padre se
sentó a la cabecera de la mesa, temblando de fiebre, devastado por la
prolongada vigilia y por el encono de su imaginación, y les reveló su
descubrimiento:
-La tierra es redonda como una naranja.
Úrsula perdió la paciencia. "Si has de volverte loco,
vuélvete tú solo", gritó. "Pero no trates de inculcar a los niños tus
ideas de gitano." José Arcadio Buendía, impasible, no se dejó amedrentar
por la desesperación de su mujer, que en un rapto de cólera le destrozó el
astrolabio contra el suelo. Construyó otro, reunió en el cuartito a los hombres
del pueblo y les demostró, con teorías que para todos resultaban
incomprensibles, la posibilidad de regresar al punto de partida navegando
siempre hacia el Oriente. Toda la aldea estaba convencida de que José Arcadio
Buendía había perdido el juicio, cuando llegó Melquíades a poner las cosas en
su punto. Exaltó en público la inteligencia de aquel hombre que por pura
especulación astronómica había construido una teoría ya comprobada en la
práctica, aunque desconocida hasta entonces en Macondo, y como una prueba de su
admiración le hizo un regalo que había de ejercer una influencia terminante en
el futuro de la aldea: un laboratorio de alquimia.
Para esa época, Melquíades había envejecido con una rapidez
asombrosa. En sus primeros viajes parecía tener la misma edad de José Arcadio
Buendía. Pero mientras éste conservaba su fuerza descomunal, que le permitía
derribar un caballo agarrándolo por las orejas, el gitano parecía estragado por
una dolencia tenaz. Era, en realidad, el resultado de múltiples y raras
enfermedades contraídas en sus incontables viajes alrededor del mundo. Según él
mismo le contó a José Arcadio Buendía mientras lo ayudaba a montar el
laboratorio, la muerte lo seguía a todas partes, husmeándole los pantalones, pero
sin decidirse a darle el zarpazo final. Era un fugitivo de cuantas plagas y
catástrofes habían flagelado al género humano. Sobrevivió a la pelagra en
Persia, al escorbuto en el archipiélago de Malasia, a la lepra en Alejandría,
al beriberi en el Japón, a la peste bubónica en Madagascar, al terremoto de
Sicilia y a un naufragio multitudinario en el estrecho de Magallanes. Aquel ser
prodigioso que decía poseer las claves de Nostradamus, era un hombre lúgubre,
envuelto en un aura triste, con una mirada asiática que parecía conocer el otro
lado de las cosas. Usaba un sombrero grande y negro, como las alas extendidas
de un cuervo, y un chaleco de terciopelo patinado por el verdín de los siglos.
Pero a pesar de su inmensa sabiduría y de su ámbito misterioso, tenía un peso
humano, una condición terrestre que lo mantenía enredado en los minúsculos
problemas de la vida cotidiana. Se quejaba de dolencias de viejo, sufría por
los más insignificantes percances económicos y había dejado de reír desde hacía
mucho tiempo, porque el escorbuto le había arrancado los dientes. El sofocante
mediodía en que reveló sus secretos, José Arcadio Buendía tuvo la certidumbre
de que aquel era el principio de una grande amistad. Los niños se asombraron
con sus relatos fantásticos. Aureliano, que no tenía entonces más de cinco
años, había de recordarlo por el resto de su vida como lo vio aquella tarde,
sentado contra la claridad metálica y reverberante de la ventana, alumbrando
con su profunda voz de órgano los territorios más oscuros de la imaginación,
mientras chorreaba por sus sienes la grasa derretida por el calor. José
Arcadio, su hermano mayor, había de transmitir aquella imagen maravillosa, como
un recuerdo hereditario, a toda su descendencia. Úrsula, en cambio, conservó un
mal recuerdo de aquella visita, porque entró al cuarto en el momento en que
Melquíades rompió por distracción un frasco de bicloruro de mercurio.
-Es el olor del demonio -dijo ella.
-En absoluto -corrigió Melquíades-. Está comprobado que el
demonio tiene propiedades sulfúricas, y esto no es más que un poco de solimán.
Siempre didáctico, hizo una sabia exposición sobre las
virtudes diabólicas del cinabrio, pero Úrsula no le hizo caso, sino que se
llevó los niños a rezar. Aquel olor mordiente quedaría para siempre en su
memoria, vinculado al recuerdo de Melquíades.
El rudimentario laboratorio -sin contar una profusión de
cazuelas, embudos, retortas, filtros y coladores- estaba compuesto por un
atanor primitivo; una probeta de cristal de cuello largo y angosto, imitación
del huevo filosófico, y un destilador construido por los propios gitanos según
las descripciones modernas del alambique de tres brazos de María la judía.
Además de estas cosas, Melquíades dejó muestras de los siete metales
correspondientes a los siete planetas, las fórmulas de Moisés y Zósimo para el
doblado del oro, y una serie de apuntes y dibujos sobre los procesos del Gran
Magisterio, que permitían a quien supiera interpretarlos intentar la
fabricación de la piedra filosofal. Seducido por la simplicidad de las fórmulas
para doblar el oro, José Arcadio Buendía cortejó a Úrsula durante varias
semanas, para que le permitiera desenterrar sus monedas coloniales y
aumentarlas tantas veces como era posible subdividir el azogue. Úrsula cedió,
como ocurría siempre, ante la inquebrantable obstinación de su marido. Entonces
José Arcadio Buendía echó treinta doblones en una cazuela, y los fundió con
raspadura de cobre, oropimente, azufre y plomo. Puso a hervir todo a fuego vivo
en un caldero de aceite de ricino hasta obtener un jarabe espeso y pestilente
más parecido al caramelo vulgar que al oro magnífico. En azarosos y
desesperados procesos de destilación, fundida con los siete metales
planetarios, trabajada con el mercurio hermético y el vitriolo de Chipre, y
vuelta a cocer en manteca de cerdo a falta de aceite de rábano, la preciosa
herencia de Úrsula quedó reducida a un chicharrón carbonizado que no pudo ser
desprendido del fondo del caldero.
Cuando volvieron los gitanos, Úrsula había predispuesto
contra ellos a toda la población. Pero la curiosidad pudo más que el temor,
porque aquella vez los gitanos recorrieron la aldea haciendo un ruido
ensordecedor con toda clase de instrumentos músicos, mientras el pregonero
anunciaba la exhibición del más fabuloso hallazgo de los nasciancenos. De modo
que todo el mundo se fue a la carpa, y mediante el pago de un centavo vieron un
Melquíades juvenil, repuesto, desarrugado, con una dentadura nueva y radiante.
Quienes recordaban sus encías destruidas por el escorbuto, sus mejillas
fláccidas y sus labios marchitos, se estremecieron de pavor ante aquella prueba
terminante de los poderes sobrenaturales del gitano. El pavor se convirtió en
pánico cuando Melquíades se sacó los dientes, intactos, engastados en las
encías, y se los mostró al público por un instante -un instante fugaz en que
volvió a ser el mismo hombre decrépito de los años anteriores- y se los puso
otra vez y sonrió de nuevo con un dominio pleno de su juventud restaurada.
Hasta el propio José Arcadio Buendía consideró que los conocimientos de
Melquíades habían llegado a extremos intolerables, pero experimentó un
saludable alborozo cuando el gitano le explicó a solas el mecanismo de su
dentadura postiza. Aquello le pareció a la vez tan sencillo y prodigioso, que de
la noche a la mañana perdió todo interés en las investigaciones de alquimia;
sufrió una nueva crisis de mal humor, no volvió a comer en forma regular y se
pasaba el día dando vueltas por la casa. "En el mundo están ocurriendo
cosas increíbles", le decía a Úrsula. "Ahí mismo, al otro lado del
río, hay toda clase de aparatos mágicos, mientras nosotros seguimos viviendo
como los burros." Quienes lo conocían desde los tiempos de la fundación de
Macondo, se asombraban de cuánto había cambiado bajo la influencia de
Melquíades.
Al principio, José Arcadio Buendía era una especie de
patriarca juvenil, que daba instrucciones para la siembra y consejos para la
crianza de niños y animales, y colaboraba con todos, aun en el trabajo físico,
para la buena marcha de la comunidad. Puesto que su casa fue desde el primer
momento la mejor de la aldea, las otras fueron arregladas a su imagen y
semejanza. Tenía una salita amplia y bien iluminada, un comedor en forma de
terraza con flores de colores alegres, dos dormitorios, un patio con un castaño
gigantesco, un huerto bien plantado y un corral donde vivían en comunidad
pacífica los chivos, los cerdos y las gallinas. Los únicos animales prohibidos
no sólo en la casa, sino en todo el poblado, eran los gallos de pelea.
La laboriosidad de Úrsula andaba a la par con la de su
marido. Activa, menuda, severa, aquella mujer de nervios inquebrantables, a
quien en ningún momento de su vida se la oyó cantar, parecía estar en todas
partes desde el amanecer hasta muy entrada la noche, siempre perseguida por el
suave susurro de sus pollerines de olán. Gracias a ella, los pisos de tierra
golpeada, los muros de barro sin encalar, los rústicos muebles de madera
construidos por ellos mismos estaban siempre limpios, y los viejos arcones
donde se guardaba la ropa exhalaban un tibio olor de albahaca.
José Arcadio Buendía, que era el hombre más emprendedor que
se vería jamás en la aldea, había dispuesto de tal modo la posición de las
casas, que desde todas podía llegarse al río y abastecerse de agua con igual
esfuerzo, y trazó las calles con tan buen sentido que ninguna casa recibía más
sol que otra a la hora del calor. En pocos años, Macondo fue una aldea más
ordenada y laboriosa que cualquiera de las conocidas hasta entonces por sus 300
habitantes. Era en verdad una aldea feliz, donde nadie era mayor de treinta
años y donde nadie había muerto.
Desde los tiempos de la fundación, José Arcadio Buendía
construyó trampas y jaulas. En poco tiempo llenó de turpiales, canarios,
azulejos y petirrojos no sólo la propia casa, sino todas las de la aldea. El
concierto de tantos pájaros distintos llegó a ser tan aturdidor, que Úrsula se
tapó los oídos con cera de abejas para no perder el sentido de la realidad. La
primera vez que llegó la tribu de Melquíades vendiendo bolas de vidrio para el
dolor de cabeza, todo el mundo se sorprendió de que hubieran podido encontrar
aquella aldea perdida en el sopor de la ciénaga, y los gitanos confesaron que
se habían orientado por el canto de los pájaros.
Aquel espíritu de iniciativa social desapareció en poco
tiempo, arrastrado por la fiebre de los imanes, los cálculos astronómicos, los
sueños de trasmutación y las ansias de conocer las maravillas del mundo. De
emprendedor y limpio, José Arcadio Buendía se convirtió en un hombre de aspecto
holgazán, descuidado en el vestir, con una barba salvaje que Úrsula lograba
cuadrar a duras penas con un cuchillo de cocina. No faltó quien lo considerara
víctima de algún extraño sortilegio. Pero hasta los más convencidos de su
locura abandonaron trabajo y familias para seguirlo, cuando se echó al hombro
sus herramientas de desmontar, y pidió el concurso de todos para abrir una
trocha que pusiera a Macondo en contacto con los grandes inventos.
José Arcadio Buendía ignoraba por completo la geografía de
la región. Sabía que hacia el oriente estaba la sierra impenetrable, y al otro
lado de la sierra la antigua ciudad de Riohacha, donde en épocas pasadas -según
le había contado el primer Aureliano Buendía, su abuelo- Sir Francis Drake se
daba al deporte de cazar caimanes a cañonazos, que luego hacía remendar y
rellenar de paja para llevárselos a la reina Isabel. En su juventud, él y sus
hombres, con mujeres y niños y animales y toda clase de enseres domésticos,
atravesaron la sierra buscando una salida al mar, y al cabo de veintiséis meses
desistieron de la empresa y fundaron a Macondo para no tener que emprender el
camino de regreso. Era, pues, una ruta que no le interesaba, porque sólo podía
conducirlo al pasado. Al sur estaban los pantanos, cubiertos de una eterna nata
vegetal, y el vasto universo de la ciénaga grande, que según testimonio de los
gitanos carecía de límites. La ciénaga grande se confundía al occidente con una
extensión acuática sin horizontes, donde había cetáceos de piel delicada con
cabeza y torso de mujer, que perdían a los navegantes con el hechizo de sus
tetas descomunales. Los gitanos navegaban seis meses por esa ruta antes de
alcanzar el cinturón de tierra firme por donde pasaban las mulas del correo. De
acuerdo con los cálculos de José Arcadio Buendía, la única posibilidad de
contacto con la civilización era la ruta del norte. De modo que dotó de
herramientas de desmonte y armas de cacería a los mismos hombres que lo
acompañaron en la fundación de Macondo; echó en una mochila sus instrumentos de
orientación y sus mapas, y emprendió la temeraria aventura.
Los primeros días no encontraron un obstáculo apreciable.
Descendieron por la pedregosa ribera del río hasta el lugar en que años antes
habían encontrado la armadura del guerrero, y allí penetraron al bosque por un
sendero de naranjos silvestres. Al término de la primera semana, mataron y
asaron un venado, pero se conformaron con comer la mitad y salar el resto para
los próximos días. Trataban de aplazar con esa precaución la necesidad de
seguir comiendo guacamayas, cuya carne azul tenía un áspero sabor de almizcle.
Luego, durante más de diez días, no volvieron a ver el sol. El suelo se volvió
blando y húmedo, como ceniza volcánica, y la vegetación fue cada vez más
insidiosa y se hicieron cada vez más lejanos los gritos de los pájaros y la
bullaranga de los monos, y el mundo se volvió triste para siempre. Los hombres
de la expedición se sintieron abrumados por sus recuerdos más antiguos en aquel
paraíso de humedad y silencio, anterior al pecado original, donde las botas se
hundían en pozos de aceites humeantes y los machetes destrozaban lirios
sangrientos y salamandras doradas. Durante una semana, casi sin hablar,
avanzaron como sonámbulos por un universo de pesadumbre, alumbrados apenas por
una tenue reverberación de insectos luminosos y con los pulmones agobiados por
un sofocante olor de sangre. No podían regresar, porque la trocha que iban
abriendo a su paso se volvía a cerrar en poco tiempo, con una vegetación nueva
que casi veían crecer ante sus ojos. "No importa", decía José Arcadio
Buendía. "Lo esencial es no perder la orientación." Siempre pendiente
de la brújula, siguió guiando a sus hombres hacia el norte invisible, hasta que
lograron salir de la región encantada. Era una noche densa, sin estrellas, pero
la oscuridad estaba impregnada por un aire nuevo y limpio. Agotados por la
prolongada travesía, colgaron las hamacas y durmieron a fondo por primera vez
en dos semanas. Cuando despertaron, ya con el sol alto, se quedaron pasmados de
fascinación. Frente a ellos, rodeado de helechos y palmeras, blanco y
polvoriento en la silenciosa luz de la mañana, estaba un enorme galeón español.
Ligeramente volteado a estribor, de su arboladura intacta colgaban las
piltrafas escuálidas del velamen, entre jarcias adornadas de orquídeas. El
casco, cubierto con una tersa coraza de rémora petrificada y musgo tierno,
estaba firmemente enclavado en un suelo de piedras. Toda la estructura parecía
ocupar un ámbito propio, un espacio de soledad y de olvido, vedado a los vicios
del tiempo y a las costumbres de los pájaros. En el interior, que los
expedicionarios exploraron con un fervor sigiloso, no había nada más que un
apretado bosque de flores,
El hallazgo del galeón, indicio de la proximidad del mar,
quebrantó el ímpetu de José Arcadio Buendía. Consideraba como una burla de su
travieso destino haber buscado el mar sin encontrarlo, al precio de sacrificios
y penalidades sin cuento, y haberlo encontrado entonces sin buscarlo,
atravesado en su camino como un obstáculo insalvable. Muchos años después, el
coronel Aureliano Buendía volvió a atravesar a región, cuando era ya una ruta
regular del correo, y lo único que encontró de la nave fue el costillar
carbonizado en medio de un campo de amapolas. Sólo entonces convencido de que
aquella historia no había sido un engendro de la imaginación de su padre, se
preguntó cómo había podido el galeón adentrarse hasta ese punto en tierra
firme. Pero José Arcadio Buendía no se planteó esa inquietud cuando encontró el
mar, al cabo de otros cuatro días de viaje, a doce kilómetros de distancia del
galeón. Sus sueños terminaban frente ese mar color de ceniza, espumoso y sucio,
que no merecía los riesgos y sacrificios de su aventura.
-¡Carajo! -gritó-. Macondo está rodeado de agua por todas
partes.
La idea de un Macondo peninsular prevaleció durante mucho
tiempo, inspirada en el mapa arbitrario que dibujó José Arcadio Buendía al
regreso de su expedición. Lo trazó con rabia, exagerando de mala fe las
dificultades de comunicación, como para castígarse a sí mismo por la absoluta
falta de sentido con que eligió el lugar. "Nunca llegaremos a ninguna
parte", se lamentaba ante Úrsula. "Aquí nos hemos de pudrir en vida
sin recibir los beneficios de la ciencia." Esa certidumbre, rumiada varios
meses en el cuartito del laboratorio, lo llevó a concebir el proyecto de
trasladar a Macondo a un lugar más propicio. Pero esta vez, Ursula se anticipó
a sus designios febriles. En una secreta e implacable labor de hormiguita
predispuso a las mujeres de la aldea contra la veleidad de sus hombres, que ya
empezaban a prepararse para la mudanza. José Arcadio Buendía no supo en qué
momento, ni en virtud de qué fuerzas adversas, sus planes se fueron enredando
en una maraña de pretextos, contratiempos y evasivas, hasta convertirse en pura
y simple ilusión. Úrsula lo observó con una atención inocente, y hasta sintió
por él un poco de piedad, la mañana en que lo encontró en el cuartito del fondo
comentando entre dientes sus sueños de mudanza, mientras colocaba en sus cajas
originales las piezas del laboratorio. Lo dejó terminar. Lo dejó clavar las
cajas y poner sus iniciales encima con un hisopo entintado, sin hacerle ningún
reproche, pero sabiendo ya que él sabía, porque se lo oyó decir en sus sordos monólogos,
que los hombres del pueblo no lo secundarían en su empresa. Sólo cuando empezó
a desmontar la puerta del cuartito, Ursula se atrevió a preguntarle por qué lo
hacía, y él le contestó con una cierta amargura: "Puesto que nadie quiere
irse, nos iremos solos." Úrsula no se alteró.
-No nos iremos -dijo-. Aquí nos quedamos, porque aquí hemos
tenido un hijo.
-Todavía no tenemos un muerto -dijo él-. Uno no es de
ninguna parte mientras no tenga un muerto bajo la tierra.
Úrsula replicó, con una suave firmeza:
-Si es necesario que yo me muera para que se queden aquí, me
muero.
José Arcadio Buendía no creyó que fuera tan rígida la
voluntad de su mujer. Trató de seducirla con el hechizo de su fantasía, con la
promesa de un mundo prodigioso donde bastaba con echar unos líquidos mágicos en
la tierra para que las plantas dieran frutos a voluntad del hombre, y donde se
vendían a precio de baratillo toda clase de aparatos para el dolor. Pero Úrsula
fue insensible a su clarividencia.
-En vez de andar pensando en tus alocadas novelerías, debes
ocuparte de tus hijos -replicó-. Míralos cómo están, abandonados a la buena de
Dios, igual que los burros.
José Arcadio Buendía tomó al pie de la letra las palabras de
su mujer. Miró a través de la ventana y vio a los dos niños descalzos en la
huerta soleada, y tuvo la impresión de que sólo en aquel instante habían
empezado a existir, concebidos por el conjuro de Úrsula. Algo ocurrió entonces
en su interior; algo misterioso y definitivo que lo desarraigó de su tiempo
actual y lo llevó a la deriva por una región inexplorada de los recuerdos.
Mientras Úrsula seguía barriendo la casa que ahora estaba segura de no
abandonar en el resto de su vida, él permaneció contemplando a los niños con
mirada absorta, hasta que los ojos se le humedecieron y se los secó con el
dorso de la mano, y exhaló un hondo suspiro de resignación.
-Bueno -dijo-. Diles que vengan a ayudarme a sacar las cosas
de los cajones.
José Arcadio, el mayor de los niños, había cumplido catorce
años. Tenía la cabeza cuadrada, el pelo hirsuto y el carácter voluntarioso de
su padre. Aunque llevaba el mismo impulso de crecimiento y fortaleza física, ya
desde entonces era evidente que carecía de imaginación. Fue concebido y dado a
luz durante la penosa travesía de la sierra, antes de la fundación de Macondo,
y sus padres dieron gracias al cielo al comprobar que no tenía ningún órgano de
animal. Aureliano, el primer ser humano que nació en Macondo, iba a cumplir
seis años en marzo. Era silencioso y retraído. Había llorado en el vientre de
su madre y nació con los ojos abiertos. Mientras le cortaban el ombligo movía
la cabeza de un lado a otro reconociendo las cosas del cuarto, y examinaba el
rostro de la gente con una curiosidad sin asombro. Luego, indiferente a quienes
se acercaban a conocerlo, mantuvo la atención concentrada en el techo de palma,
que parecía a punto de derrumbarse bajo la tremenda presión de la lluvia.
Úrsula no volvió a acordarse de la intensidad de esa mirada hasta un día en que
el pequeño Aureliano, a la edad de tres años, entró a la cocina en el momento
en que ella retiraba del fogón y ponía en la mesa una olla de caldo hirviendo.
El niño, perplejo en la puerta, dijo: "Se va a caer. La olla estaba bien
puesta en el centro de la mesa, pero tan pronto como el niño hizo el anuncio,
inició un movimiento irrevocable hacia el borde, como impulsada por un
dinamismo interior, y se despedazó en el suelo. Úrsula, alarmada, le contó el
episodio a su marido, pero éste lo interpretó como un fenómeno natural. Así fue
siempre, ajeno a la existencia de sus hijos, en parte porque consideraba la
infancia como un período de insuficiencia mental, y en parte porque siempre
estaba demasiado absorto en sus propias especulaciones quiméricas.
Pero desde la tarde en que llamó a los niños para que lo
ayudaran a desempacar las cosas del laboratorio, les dedicó sus horas mejores.
En el cuartito apartado, cuyas paredes se fueron llenando poco a poco de mapas
inverosímiles y gráficos fabulosos, les enseñó a leer y escribir y a sacar cuentas,
y les habló de las maravillas del mundo no sólo hasta donde le alcanzaban sus
conocimientos, sino forzando a extremos increíbles los límites de su
imaginación. Fue así como los niños terminaron por aprender que en el extremo
meridional del África había hombres tan inteligentes y pacíficos que su único
entretenimiento era sentarse a pensar, y que era posible atravesar a pie el mar
Egeo saltando de isla en isla hasta el puerto de Salónica. Aquellas alucinantes
sesiones quedaron de tal modo impresas en la memoria de los niños, que muchos
años más tarde, un segundo antes de que el oficial de los ejércitos regulares
diera la orden de fuego al pelotón de fusilamiento, el coronel Aureliano
Buendía volvió a vivir la tibia tarde de marzo en que su padre interrumpió la
lección de física, y se quedó fascinado, con la mano en el aire y los ojos
inmóviles, oyendo a la distancia los pífanos y tambores y sonajas de los
gitanos que una vez más llegaban a la aldea, pregonando el último y asombroso
descubrimiento de los sabios de Memphis.
Eran gitanos nuevos. Hombres y mujeres jóvenes que sólo
conocían su propia lengua, ejemplares hermosos de piel aceitada y manos
inteligentes, cuyos bailes y músicas sembraron en las calles un pánico de
alborotada alegría, con sus loros pintados de todos los colores que recitaban
romanzas italianas, y la gallina que ponía un centenar de huevos de oro al son
de la pandereta, y el mono amaestrado que adivinaba el pensamiento, y la
máquina múltiple que servía al mismo tiempo para pegar botones y bajar la fiebre,
y el aparato para olvidar los malos recuerdos, y el emplasto para perder el
tiempo, y un millar de invenciones más, tan ingeniosas e insólitas, que José
Arcadio Buendía hubiera querido inventar la máquina de la memoria para poder
acordarse de todas. En un instante transformaron la aldea. Los habitantes de
Macando se encontraron de pronto perdidos en sus propias calles, aturdidos por
la feria multitudinaria.
Llevando un niño de cada mano para no perderlos en el
tumulto, tropezando con saltimbanquis de dientes acorazados de oro y
malabaristas de seis brazos, sofocado por el confuso aliento de estiércol y
sándalo que exhalaba la muchedumbre, José Arcadio Buendía andaba como un loco
buscando a Melquíades por todas partes. para que le revelara los infinitos secretos
de aquella pesadilla fabulosa. Se dirigió a varios gitanos que no entendieron
su lengua. Por último llegó hasta el lugar donde Melquíades solía plantar su
tienda, y encontró un armenio taciturno que anunciaba en castellano un jarabe
para hacerse invisible. Se había tomado de un golpe una copa de la sustancia
ambarina, cuando José Arcadio Buendía se abrió paso a empujones por entre el
grupo absorto que presenciaba el espectáculo, y alcanzó a hacer la pregunta. El
gitano lo envolvió en el clima atónito de su mirada, antes de convertirse en un
charco de alquitrán pestilente y humeante sobre el cual quedó flotando la
resonancia de su respuesta: "Melquíades murió." Aturdido por la
noticia. José Arcadio Buendía permaneció inmóvil, tratando de sobreponerse a la
aflicción, hasta que el grupo se dispersó reclamado por otros artificios y el
charco del armenio taciturno se evaporó por completo. Más tarde, otros gitanos
le confirmaron que en efecto Melquíades había sucumbido a las fiebres en los
médanos de Singapur, y su cuerpo había sido arrojado en el lugar más profundo
del mar de Java. A los niños no les interesó la noticia. Estaban obstinados en
que su padre los llevara a conocer la portentosa novedad de los sabios de
Memphis, anunciada a la entrada de una tienda que, según decían, perteneció al
rey Salomón. Tanto insistieron, que José Arcadio Buendia pagó los treinta
reales y los condujo hasta el centro de la carpa, donde había un gigante de
torso peludo y cabeza rapada, con un anillo de cobre en la nariz y una pesada
cadena de hierro en el tobillo, custodiando un cofre de pirata. Al ser
destapado por el gigante, el cofre dejó escapar un aliento glacial. Dentro sólo
había un enorme bloque transparente, con infinitas agujas internas en las
cuales se despedazaba en estrellas de colores la claridad del crepúsculo.
Desconcertado, sabiendo que los niños esperaban una explicación inmediata, José
Arcadio Buendía se atrevió a murmurar:
-Es el diamante más grande del mundo.
-No -corrigió el gitano-. Es hielo.
José Arcadio Buendía, sin entender, extendió la mano hacia
el témpano, pero el gigante se la apartó. "Cinco reales más para
tocarlo", dijo. José Arcadio Buendía los pagó, y entonces puso la mano
sobre el hielo, y la mantuvo puesta por varios minutos, mientras el corazón se
le hinchaba de temor y de júbilo al contacto del misterio. Sin saber qué decir,
pagó otros diez reales para que sus hijos vivieran la prodigiosa experiencia.
El pequeño José Arcadio se negó a tocarlo. Aureliano, en cambio, dio un paso
hacia adelante, puso la mano y la retiró en el acto. "Está
hirviendo", exclamó asustado. Pero su padre no le prestó atención.
Embriagado por la evidencia del prodigio, en aquel momento se olvidó de la
frustración de sus empresas delirantes y del cuerpo de Melquíades abandonado al
apetito de los calamares. Pagó otros cinco reales, y con la mano puesta en el
témpano, como expresando un testimonio sobre el texto sagrado, exclamó:
-Este es el gran invento de nuestro tiempo.
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