EL MALÓN
de Atahualpa Yupanqui.
Sobre una fragua de
arenas
templa la noche su acero.
Chispas de plata se incrustan
en el pectoral del cielo.
Trescientas leguas de costas
tienen los indianos reinos,
y al poniente cordilleras
con catedrales de espejos.
Los ojos del aborigen
van taladrando el desierto,
ya bebió en vaso de arcilla
sangre de cóndor cumbreño.
Viene el malón ranquelino,
poncho, bravura, silencio.
La pampa cómplice presta
su mar de tambores muertos.
Las bocas muerden el grito
madurado pecho adentro;
las raíces del encono
tiñen de negro el desierto.
Allí está el fortín heroico,
guitarra, patria y desvelo,
surco de siembra futura
y una bandera en el viento.
Cañón y clarín de bronce,
bravo sable guerrillero,
y un castellano en la sangre
sabio en cantares y duelos.
Duendes de niebla en los pastos
pintan presagios funestos,
el “cielito” en las guitarras
y el galope en el desierto.
Alta la lanza y el grito
pasa el malón malonero.
La muerte baila en la noche
con un festín de degüello.
Y hasta el arco de la luna
pone en sus flechas veneno
para matar macachines
que en el alba florecieron.
Como un juguete de vidrio
se queda el fortín deshecho.
Sobre los ranchos quemados
el humo reza en silencio.
Ya se vuelven los ranqueles
a sus toldos guanaqueños.
La pampa también galopa
con su tropilla de médanos.
Furia de alcohol y tambores
goza el indio pampa adentro.
Por las cordilleras blancas
la noche esconde su miedo.
Mientras besando su herida
marcha un gaucho fortinero,
soñando batir un día
la maldición del desierto.
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